Isabel
Llevaba el nombre de una reina de
infausta memoria, de Jezabel, en toda la Biblia hasta el Apocalipsis y con el
nombre de Jesabel; no aparece este
nombre
Isabel creo que significa algo
así, como “justicia o fuego de Dios” pero no estoy segura.
El caso es que Isabel es una
mujer que aparece en el Evangelio de
Lucas, como la esposa de un sacerdote judío, y de su misma tribu, mujer creyente y observante de la ley de Moisés.
Pero mujer que lleva sobre si una
“maldición” Dios la hizo estéril, tal vez durante mucho tiempo suplico al
cielo, por el hijo que nunca llego, luego su propio cuerpo, le dijo que ya era
tarde, que Dios no había querido que fuese madre, e Isabel se resigno, aprendió
a soportar las miradas de las vecinas, el desprecio de los otros sacerdotes a
su esposo, y se dijo que a partir de
ahora, iba a pedir el nacimiento del Mesías, algo, le decía que Dios la amaba.
Y
un día, regresó su esposo de Jerusalén,
aturdido, sin poder hablar, no
hay que imaginarse a Isabel una viejita en decrepitud, no simplemente era mayor
para tener hijos; por señas le habló de un ángel de que iban a tener un hijo,
de que ese hijo se iba llenar del Espíritu del Señor en el vientre de la madre
E Isabel debió de pensar que a su
hombre, a su esposo, se le había ido la cabeza porque ¡vaya cosas decía, luego
de esa manifestación santa del amor entre los esposos, porque solo el Dios
Hombre nació de virgen, y fue concebido sin semen de varón; una nueva e incipiente vida empezó a crecer
en el seno seco de Isabel, fue como lo de Sara, e Isabel sintió ganas, unas
ganas locas de contárselo a todos, pero luego, se dijo que no fuese el Señor a
castigarla y el fruto le fuese
arrebatado desde su seno, quién vería
entonces las risas de las vecinas, que se burlarían de lo que tomarían por un
embarazo fantasma.
Ella se iba retirar 5 meses hasta
que su estado fuese evidente, entonces si que invitaría a todos a que
bendijesen a Dios, que tan bueno había sido con ella
Cómo le gustaría tener con ella a
la hija de su prima Ana, para contarle
lo que su alma de mujer guarda en su interior,
para decirle la alegría que siente por el hijo que esta creciendo en su
vientre; sabe que Nazaret donde vive
Maria con sus padres, queda muy lejos, y que seguramente no se enteren, hay
cosas que se preguntan, pero otras a nadie se le ocurre
Por eso, no puede evitar que el corazón le de un
vuelco, cuando ve a la hija de su prima a Maria, correr montaña arriba, escucha
el saludo de la jovencita, que esta si cabe más guapa que nunca, y sin saber
por qué nota que su hijo su pequeño no nato, se ríe en su seno, siente que le
esta diciendo que Maria no esta sola, que en ella, esta el Esperado, y que el
Esperado es el Señor, el Adonai de Israel, Yahvé esta en el útero de la hija de
su prima; Isabel intenta echarse de rodillas, María no lo permite, pero lo que si no puede impedir es que Isabel
movida por el Espíritu Santo, que acaban de recibir ella y su hijo, pronuncie
las primeras alabanzas que Maria va recibir
“¿Quién soy yo, para que me visite
la Madre de mi Señor?; porque al oír tu voz, la criatura salto de alegría en mi
seno
Bendita tú, entre las mujeres, y
bendito el fruto de tu vientre
Dichosa tú que has creído, porque
todo lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”
María estalla entonces en un
cántico de alabanza y gratitud, canto que seguramente se fue desgranando en los
tres meses que vivió con su tía.
Hasta que llego el parto y nació
el que sería el Precursor, y toco
circuncidar al pequeño, todos, todos con la manía del nombre del padre, y va ella la madre, mujer decidida, se enfrenta a todos, y dice: de ningún modo,
se va llamar Juan. Tratan de
convencerla, no hay nada que lleve ese nombre en toda la familia, y deciden
preguntar al marido, los dos se miran con cierta complicidad Zacarías escribe, “Juan es su nombre”
y empieza a hablar y contar de su niño y del otro Niño que va creciendo
en el seno de Maria, y que es “El Sol que nos visita de lo alto”
Ya no se habla más en todo el
Evangelio de Isabel, de su hijo sí, pues será el mayor de los profetas de ellos
no, pero ¿quién si no ellos, temerosos
de Dios, enseñaron al pequeño Juan a no temer a ningún poderoso, y a no temer
la muerte, sobre todo, desde que sabían que El Esperado ya estaba en la tierra