Catequesis del Papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Y hoy es el primer día de la
primavera: ¡buena primavera! ¿Pero qué pasa en primavera? Las plantas florecen,
los árboles florecen. Os haré algunas preguntas. Un árbol o una planta
enfermos, ¿florecen bien si están enfermos? ¡No! Un árbol, una planta que no es
regada por la lluvia o artificialmente, ¿puede florecer bien? No. Y un árbol y
una planta de la que se han arrancado las raíces o que no tiene raíces, ¿puede
florecer? No. Pero sin raíces, ¿se puede florecer? ¡No! Y este es un mensaje:
la vida cristiana debe ser una vida que debe florecer en obras de caridad, en
hacer el bien. Pero si no tienes raíces, no podrás florecer, y la raíz ¿quién
es? Jesús! Si no estás con Jesús, allí, en la raíz, no florecerás. Si no riegas
tu vida con la oración y los sacramentos, ¿tendrás flores cristianas? ¡No!
Porque la oración y los sacramentos riegan las raíces y nuestra vida florece.
Os deseo que esta primavera sea una primavera florida para vosotros, como será
la Pascua florida. Florida de buenas obras, de virtud, de hacer el bien a los
demás. Recordad esto, este es un verso muy hermoso de mi país: “Lo que el árbol
tiene de flor, viene de lo que tiene enterrado”. Nunca cortéis las raíces con
Jesús.
Y continuemos ahora con la
catequesis de la santa misa. La celebración de la misa, de la que estamos
recorriendo los varios momentos, se ordena a la Comunión, es decir a unirnos
con Jesús. La comunión sacramental, no la comunión espiritual, que puedes hacer
en casa diciendo: “Jesús, yo querría recibirte espiritualmente”. No, la
comunión sacramental, con el cuerpo y la sangre de Cristo. Celebramos la
Eucaristía para alimentarnos de Cristo, que se nos da tanto en la Palabra como
en el Sacramento del altar, para conformarnos a él. Lo dice el Señor mismo: “El
que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y Yo en él “(Jn 6:56).
Efectivamente, el gesto de Jesús que dio a sus discípulos su Cuerpo y su
Sangre en la Última Cena, continúa todavía hoy a través del ministerio del
sacerdote y del diácono, ministros ordinarios de la distribución a los hermanos
del Pan de la vida y del Cáliz de la salvación.
En la misa, después de haber
partido el Pan consagrado, es decir, el cuerpo de Jesús, el sacerdote lo
muestra a los fieles, invitándolos a participar en el banquete eucarístico.
Conocemos las palabras que resuenan en el altar sagrado: “Bienaventurados los
invitados a la Cena del Señor: este es el Cordero de Dios, que quita los
pecados del mundo”. Inspirado por un paso del Apocalipsis – “Dichosos los
invitados al banquete de bodas del Cordero” (Ap 19,9): dice “bodas” porque
Jesús es el esposo de la Iglesia, – esta invitación nos llama a experimentar la
unión íntima con Cristo, fuente de alegría y santidad. Es una invitación que
alegra y al mismo tiempo empuja a un examen de conciencia iluminado por la fe.
Si, por un lado, vemos la distancia que nos separa de la santidad de Cristo,
por otra, creemos que su Sangre es “derramada para la remisión de los pecados”.
Todos nosotros hemos sido perdonados en el bautismo, y todos nosotros somos
perdonados o seremos perdonados cada vez que nos acercamos al sacramento de la
penitencia. Y ¡no lo olvidéis! Jesús perdona siempre. Jesús no se cansa de
perdonar. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Precisamente
pensando en el valor salvífico de esta Sangre, San Ambrosio exclama: “Yo que
siempre peco, siempre debo disponer de la medicina” (De sacramentis, 4, 28: PL
16, 446A). En esta fe, también nosotros dirigimos la mirada al Cordero de Dios
que quita los pecados del mundo y le invocamos: “Señor, no soy digno de que
entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”. Esto lo decimos
en cada misa.
Si somos nosotros los que
vamos en procesión para hacer la Comunión, nosotros vamos en procesión hacia el
altar para comulgar, en realidad es Cristo quien viene a nosotros para
asimilarnos a él. ¡Hay un encuentro con Jesús!. Alimentarse de la Eucaristía
significa dejarse cambiar en cuanto recibimos. San Agustín nos ayuda a
entenderlo, cuando nos habla de la luz que recibió cuando sintió que Cristo le
decía: “Yo soy el alimento de los grandes. Crece, y me comerás. Y no serás tú
el que me transformará en ti, como el alimento de tu carne; sino que tú serás
transformado en mí “(Confesiones VII, 10, 16: PL 32, 742). Cada vez que
comulgamos, nos asemejamos más a Jesús, nos transformamos más en Jesús. Así
como el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre del Señor, del
mismo modo los que los reciben con fe se transforman en Eucaristía viviente. Al
sacerdote que, cuando distribuye la Eucaristía, te dice: “El Cuerpo de Cristo”,
tu respondes: “Amén”, es decir, reconoces la gracia y el compromiso que conlleva
convertirse en el Cuerpo de Cristo. Porque cuando tu recibes la Eucaristía te
vuelves cuerpo de Cristo. ¡Es hermoso esto; es muy hermoso! Al mismo tiempo que
nos une a Cristo, arrancándonos de nuestro egoísmo, la Comunión nos abre y nos
une a todos aquellos que son uno en Él. Este es el prodigio de la Comunión:
¡nos convertimos en lo que recibimos!
La Iglesia desea
fervientemente que los fieles también reciban el Cuerpo del Señor con las
hostias consagradas en la misma misa; y el signo del banquete eucarístico es
más completo si la santa Comunión se hace bajo las dos especies, aun sabiendo
que la doctrina católica enseña que también bajo una sola de las dos especies
se recibe a Cristo todo e íntegro (cf. Instrucción General del Misal
Romano, 85; 281-282). Según la práctica eclesial, el fiel se acerca a la
Eucaristía normalmente en forma de procesión, como hemos dicho, y comulga de
pie con devoción, o de rodillas, tal como establece la Conferencia Episcopal,
recibiendo el Sacramento en la boca o, donde haya sido concedido, en la mano,
según desee (ver OGMR, 160-161). Después de la Comunión, nos ayuda a custodiar
en nuestros corazones el don recibido el silencio, la oración silenciosa.
Alargar un poco ese momento de silencio, hablando con Jesús en el corazón nos
ayuda mucho, así como un salmo o un himno de alabanza (IGMR, 88) que nos ayude
a estar con el Señor. (véase IGMR, 88).
La Liturgia Eucarística se
concluye con la oración después de la Comunión. En ella, en nombre de todos, el
sacerdote se dirige a Dios para agradecerle de habernos hecho invitados suyos y
para pedir que lo que se ha recibido transforme nuestra vida. La Eucaristía nos
hace fuertes para dar frutos de buenas obras y para vivir como cristianos. Es
significativa la oración de hoy, en la que pedimos al Señor que “el sacramento
que acabamos de recibir sea medicina para nuestra debilidad, sane las
enfermedades de nuestro espíritu y nos asegure tu constante protección” (Misal
Romano, miércoles de la 5ª semana de Cuaresma). Acerquémonos a la Eucaristía:
recibir a Jesús que nos transforma en Él nos hace más fuertes. ¡Qué bueno y qué
grande es el Señor!.
fuente Zenit. org