martes, 10 de octubre de 2017

Homilia de D. Jesús de las Heras Muela, sobre la Asunción de María



Asunción de María y el camino del cielo para todos

Homilía y meditación para la solemnidad de la Asunción: María, en su vida y en su Asunción, nos enseña el camino del cielo D. Jesús de Las Heras Muela

El primer camino del cielo, la primera misión del sacerdote, es servir, testimoniar y vivir en, de y para la Palabra de Dios. El primer servicio de María y por ello su primer mérito para ser asunta en cuerpo y alma a los cielos fue escuchar y cumplir la Palabra de Dios. Y solo así fue posible que Palabra tomara carne y habitara y floreciera en sus mismísimas y virginales entrañas maternas.
La escucha de la Palabra de Dios -y, por supuesto, la gracia del Altísimo- hizo de María Santísima mujer de oración y de acción, bien acompasadas ambas realidades capitales para la existencia cristiana, capitales para seguir el camino del cielo.

En el Evangelio del día de la fiesta de Asunción  -el conocido relato lucano de la Visitación a su prima Santa Isabel- nos muestra, al menos, otras tres virtudes esenciales, otros tres medios seguros para proseguir en el camino del cielo. “¡Dichosa tú que has creído –le dijo su anciana y gestante prima Isabel- porque te ha dicho el Señor se cumplirá!”. La fe es la brújula del camino del cielo, es su luz en medio de las nieblas y de las oscuridades: no permite verlo todo, pero sí nos alumbra según avanzamos, según seguimos recorriendo el camino.

El sacerdote es una de esas brújulas necesarias para orientarnos en el camino del cielo. Como nos recuerdan las dos epístolas de las dos Liturgias de la Palabra de la fiesta de la Asunción -la de la misa de la víspera y la de la misa de la fiesta- el hombre de todas las épocas y de todas las culturas se hallan y se enfrenta a lo largo al dilema y la drama de su desaparición física, de su corruptibilidad. Y ninguna respuesta humana ha sido, es y será jamás capaz de responder a este enigma, a este misterio, a este desgarro, a esta tragedia. ¿Vivir para morir? ¡No! La muerte ha sido absorbida en la victoria de Jesucristo, el Hijo de María. Nuestro destino no es la corrupción. No es la materia. Ni procedemos de la nada ni nos encaminamos a la nada. Procedemos de Dios y a Él nos encaminamos. Y la muerte -el gran enemigo, el gran dragón rojo de siete cabezas y diez cuernos y siete diademas en las cabezas- es vencido en Jesucristo, que se hizo muerte y resurrección por nosotros. Y es que el amor es siempre más fuerte y más fecundo y definitivo que la muerte. Ese amor, que en el relato evangélico de la Visitación, se convierte también en ejercicio de servicialidad y caridad, otro de los infalibles caminos de cielo.

Por pura gracia y privilegio y en razón de la Encarnación y de su papel en la Redención, Dios no quiso que sufriera la corrupción del sepulcro la mujer que por obra del Espíritu Santo concibió en su seno al autor de la vida, Jesucristo, Hijo suyo e Hijo de Dios y Señor nuestro. Pero sí la desaparición física, al igual que en otros momentos el dolor y la pena.

¿No pensáis que nuestro mundo, en exceso alocado, materialista, inmanentista, necesita saber para que vive, saber para que sufre, saber para que muere, saber para qué y a qué espera? ¿No será esta una de las permanentes lecciones de María y uno también de los permanentes y pacientes servicios del sacerdote?

No hemos sido creados ni de la nada ni para la nada: somos ciudadanos del cielo, somos herederos de la eternidad, somos moradores de la casa del Padre. Llevamos en el alma, impreso a fuego, el anhelo irrefrenable de la felicidad y de la eternidad, que, en esta vida apenas intuimos, atisbamos y balbuceamos. Y tiene que haber un “lugar”, un “tiempo”, un estadio para saborear y ver cara a cara y para siempre esta felicidad. Esto es el cielo.

Un cielo que no puede esperar y que solo ganamos en la tierra. Con la escucha de la Palabra, con la fe, con el ejercicio de la caridad y con la práctica de las virtudes que, como en el caso de María, nos hacen merecedores de este cielo: el espíritu de oración y de alabanza, la humildad y la misericordia y la servicialidad y el amor.

María, en su vida y en su Asunción, nos enseña el camino del cielo. El sacerdote ha de enseñarnos el camino de cielo. Y esto –lo descrito en esta homilía- es el camino del cielo: Jesucristo, camino, verdad y vida, el hijo de María, el sacerdote por excelencia.


Jesús de las Heras Muela

públicado en Eclesia digital