Asunción de María y
el camino del cielo para todos
Homilía y meditación para la solemnidad de la
Asunción: María, en su vida y en su Asunción, nos enseña el camino del cielo D.
Jesús de Las Heras Muela
El primer
camino del cielo, la primera misión del sacerdote, es servir, testimoniar y
vivir en, de y para la Palabra de Dios. El primer servicio de María y por ello su primer mérito para ser asunta
en cuerpo y alma a los cielos fue escuchar y cumplir la Palabra de Dios. Y solo
así fue posible que Palabra tomara carne y habitara y floreciera en sus
mismísimas y virginales entrañas maternas.
La escucha de la Palabra de Dios -y, por supuesto, la gracia del Altísimo-
hizo de María Santísima mujer de oración y de acción, bien acompasadas ambas
realidades capitales para la existencia cristiana, capitales para seguir el
camino del cielo.
En el Evangelio del día de la fiesta de Asunción -el conocido relato
lucano de la Visitación a su prima Santa Isabel- nos muestra, al menos, otras
tres virtudes esenciales, otros tres medios seguros para proseguir en el camino
del cielo. “¡Dichosa tú que has creído –le dijo su anciana y gestante prima
Isabel- porque te ha dicho el Señor se cumplirá!”. La fe es la brújula del camino del cielo,
es su luz en medio de las nieblas y de las oscuridades: no permite verlo todo,
pero sí nos alumbra según avanzamos, según seguimos recorriendo el camino.
El sacerdote es una de esas brújulas necesarias para orientarnos en el
camino del cielo. Como nos recuerdan las dos epístolas de las dos Liturgias de
la Palabra de la fiesta de la Asunción -la de la misa de la víspera y la de la
misa de la fiesta- el hombre de todas las épocas y de todas las culturas se
hallan y se enfrenta a lo largo al dilema y la drama de su desaparición física,
de su corruptibilidad. Y ninguna respuesta humana ha sido, es y será jamás
capaz de responder a este enigma, a este misterio, a este desgarro, a esta
tragedia. ¿Vivir para morir?
¡No! La muerte ha sido absorbida en la victoria de Jesucristo, el Hijo de
María. Nuestro destino no es la corrupción. No es la materia. Ni
procedemos de la nada ni nos encaminamos a la nada. Procedemos de Dios y a Él
nos encaminamos. Y la muerte -el gran enemigo, el gran dragón rojo de siete
cabezas y diez cuernos y siete diademas en las cabezas- es vencido en
Jesucristo, que se hizo muerte y resurrección por nosotros. Y es que el amor es
siempre más fuerte y más fecundo y definitivo que la muerte. Ese amor, que en
el relato evangélico de la Visitación, se convierte también en ejercicio de
servicialidad y caridad, otro de los infalibles caminos de cielo.
Por pura gracia y privilegio y en razón de la Encarnación y de su papel en
la Redención, Dios no quiso que sufriera la corrupción del sepulcro la mujer
que por obra del Espíritu Santo concibió en su seno al autor de la vida,
Jesucristo, Hijo suyo e Hijo de Dios y Señor nuestro. Pero sí la desaparición
física, al igual que en otros momentos el dolor y la pena.
¿No pensáis que nuestro mundo, en exceso alocado, materialista,
inmanentista, necesita saber para que vive, saber para que sufre, saber para
que muere, saber para qué y a qué espera? ¿No será esta una de las permanentes
lecciones de María y uno también de los permanentes y pacientes servicios del
sacerdote?
No hemos sido
creados ni de la nada ni para la nada: somos ciudadanos del cielo, somos
herederos de la eternidad, somos moradores de la casa del Padre. Llevamos en el alma, impreso a fuego,
el anhelo irrefrenable de la felicidad y de la eternidad, que, en esta vida
apenas intuimos, atisbamos y balbuceamos. Y tiene que haber un “lugar”, un
“tiempo”, un estadio para saborear y ver cara a cara y para siempre esta
felicidad. Esto es el cielo.
Un cielo que
no puede esperar y que solo ganamos en la tierra. Con la escucha de la Palabra, con la
fe, con el ejercicio de la caridad y con la práctica de las virtudes que, como
en el caso de María, nos hacen merecedores de este cielo: el espíritu de
oración y de alabanza, la humildad y la misericordia y la servicialidad y el
amor.
María, en su
vida y en su Asunción, nos enseña el camino del cielo. El sacerdote ha de enseñarnos el
camino de cielo. Y esto –lo descrito en esta homilía- es el camino del cielo:
Jesucristo, camino, verdad y vida, el hijo de María, el sacerdote por
excelencia.
Jesús de las Heras Muela
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