La Transfiguración, vidriera del hermano
Eric de Taizé
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Los cristianos de
Oriente fueron los primeros en celebrar la Transfiguración. Esta fiesta fue
introducida en Occidente en el siglo XII por uno de los abades de Cluny,
Pedro el Venerable. En Taizé, vivir de la transfiguration ha sostenido
siempre y de continuo nuestra vocación.
En los Evangelios, los
relatos de la transfiguración quieren hacernos entrever quién es Jesús
verdaderamente y conducirnos a participar en su misterio.
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En el monte, Jesús está en oración, en una gran intimidad con Dios
(Lucas 9, 28-36). La voz que sólo él había oído en el momento de su bautismo
ahora se hace escuchar por los discípulos: «Este es mi Hijo, el amado» El
misterio de Jesús aparece ante sus ojos: su vida consiste en esta relación de
amor con Dios su Padre.
Jesús vive esta relación de amor desde toda la eternidad, pero
también durante toda su existencia terrenal. Ella crece, se fortalece especialmente
a través de las pruebas, y se revela cada vez más. Jesús elige apoyarse
solamente en Dios, y mantendrá esta elección hasta en la noche más oscura,
cuando dé su vida en la cruz.
¿No es este abandono radical y con total confianza lo que provoca
que ante los ojos de los apóstoles brille en Jesús la luz de Dios? Moisés y
Elías, que aparecen al lado de Jesús, habían sido, de forma evidente, guiados
por esta luz. Pero ésta brilla en Jesús de manera única. En él, la luz de la
resurrección ya se ha encendido. Su humanidad transfigurada irradia la plenitud
del amor de Dios. Nunca nos cansamos de dejarnos maravillar por esta novedad
eterna.
Por medio de la transfiguración, Jesús no sólo hace ver que está
habitado por la luz de Dios, hace intuir que quiere compartir esta luz. No es
sólo la humanidad de Jesús la que puede ser transfigurada, nuestra humanidad
también.
De acuerdo con la segunda carta de Pedro, la transfiguración de
Jesús mantiene, en nuestra noche, la esperanza de nuestra propia
transformación. «Hacéis bien en prestar atención a la palabra de los profetas
como una lámpara que brilla en la oscuridad, hasta que despunte el día, y se
levante en vuestros corazones el lucero de la mañana.» (2 Pe 1:19)
Cuando, en la oración, contemplamos la luz de Cristo transfigurado,
ésta se va transformando poco a poco en luz interior. El misterio de Cristo
llega a ser el misterio de nuestra vida. También nosotros somos los hijos
amados de Dios. Cada una, cada uno de nosotros es amado desde siempre y por
siempre.
Como Jesús, podemos abandonarnos en Dios. Y Dios a su vez
transfigura nuestra persona, cuerpo, alma y espíritu.
Entonces hasta las fragilidades y las imperfecciones se convierte
en una puerta por donde Dios entra en nuestra vida. Los abrojos que dificultan
nuestra marcha alimentan un fuego que alumbra el camino. Nuestras
contradicciones interiores, nuestros miedos, permanecen. Pero , por el Espíritu
Santo, Cristo entra hasta el fondo de lo que nos inquieta de nosotros mismos,
hasta el punto que las oscuridades quedan iluminadas. Nuestra humanidad no es
anulada, Dios la asume, ella puede encontrar en sí una cierta plenitud. Y somos
libres, libres de avanzar hasta darnos por aquellos que Dios nos ha confiado.
Más allá de nuestras personas humanas, toda la creación ha recibido
la promesa de una transfiguración. Cristo «transfigurará nuestro pobre cuerpo
para conformarlo con su cuerpo glorioso, mediante el poder que tiene para
someter a sí todo el universo.» (Filipenses 3, 21) Sí, él «hace todas las cosas
nuevas.» (Apocalipsis 21, 5)
«¡Escuchadle!» dice la voz venida del cielo. Por el Espíritu Santo
él nos habla. Nuestra actitud frente a la vida depende de nuestra atención a su
presencia continua.
Estar a la escucha de Dios no nos ahorrará forzosamente
dificultades. Si damos prioridad a esta escucha, nos haremos aun quizá más
vulnerables. Pero una determinación interior crecerá, y con ella una soltura
para entregarnos más fácilmente al soplo del Espíritu Santo. Seremos más
capaces de discernir la presencia de Dios en el mundo y seguiremos más
valientemente su voluntad.
Con frecuencia, comprendemos poco sobre cómo es posible nuestra
propia transfiguración. Nuestra confianza, como la de los discípulos, se queda
corta, nuestra fé no deja de ser pobre. Con todo, mirar la luz de Dios nos
transforma ya.
En el monte de la transfiguración, es toda la Iglesia la que está
representada en Pedro, Santiago y Juan. Si nosotros también escuchásemos más a
menudo todos juntos, en una humilde oración común, la voz de Dios, quizá la
comprenderíamos mejor. El Espíritu Santo podría actuar mejor y-¿quién sabe?– él
podría hasta sorprendernos.
Copyright © Ateliers et Presses de Taizé.
El periódico «
La Croix » ha pedido al Hermano Alois que escriba, a lo largo del año
2008-2009, una meditación con motivo de cada gran fiesta cristiana.