Del pecado a la corrupción
Viernes 29 de enero de 2016
Fuente: L’Osservatore Romano, ed. sem. en lengua
española, n. 5, viernes 5 de febrero de 2016
Una oración por toda la Iglesia, para que jamás caiga del
pecado a la corrupción, fue recomendada por el Papa durante la misa celebrada
el viernes 29 de enero por la mañana en la capilla de la Casa Santa Marta.
Refiriéndose a la primera lectura —tomada del segundo libro
de Samuel (11, 1-4. 5-10. 13-17—, Francisco observó enseguida: «Hemos escuchado
el pecado de David, el grave pecado del santo rey David. Porque David es santo,
pero también pecador, fue pecador». En efecto, «hay algo que cambia en la
historia de este hombre». De hecho, sucedió que «en tiempo de guerra, David
mandó a Joab con sus servidores a combatir, y él se quedó en el palacio».
Generalmente “él iba a la cabeza del ejército”, pero esta vez su comportamiento
fue diferente.
El relato bíblico, explicó el Papa, «nos muestra a un David
un poco cómodo, un poco tranquilo, no en el sentido bueno de la palabra». Tanto
que «un atardecer, después de la siesta, mientras daba un paseo por la terraza
del palacio, ve a una mujer y siente la pasión, la tentación de la lujuria, y
cae en el pecado». La mujer era Betsabé, esposa de Urías el hitita. Se trata,
pues, de «un pecado». Y Dios, observó Francisco, «lo quería tanto a David».
A continuación, «las cosas se complican, porque, pasado un
poco de tiempo, la mujer le hace saber que estaba embarazada». Su marido
—recordó el Papa— «combatía por el pueblo de Israel, por la gloria del pueblo
de Dios». Mientras que «David traicionó la lealtad de aquel soldado por la patria,
traicionó la fidelidad de aquella mujer por su marido, y cayó muy bajo».
Y «cuando tuvo la noticia de que la mujer estaba embarazada
—se preguntó el Pontífice—, ¿qué hizo? ¿Fue a rezar, a pedir perdón?». No, se
quedó «tranquilo» y se dijo a sí mismo: «saldré adelante». Así, convocó «al
marido de la mujer y lo hizo sentir importante». Se lee en el pasaje bíblico
que David «le preguntó cómo estaban Joab y la tropa, y cómo iba la guerra».
En suma, «una pincelada de vanidad para hacerlo sentir un
poco importante». Y después, al darle las gracias, «le hizo dar un hermoso
obsequio», recomendándole que fuera a su casa a descansar. De este modo, David
«quería cubrir el adulterio: aquel hijo habría sido hijo del marido de
Betsabé».
Pero «este hombre —prosiguió el Papa— era una persona de
ánimo puro, tenía un gran amor y no fue a su casa: pensó en sus compañeros,
pensó en el arca de Dios bajo las tiendas, porque llevaban el arca, y pasó la
noche con sus compañeros, con los siervos, y no fue enseguida donde su mujer».
Así, «cuando le avisaron a David —porque conocían la historia, los rumores
circulaban—, ¡imaginaos!».
He aquí, entonces, que «David lo invitó a comer y beber con
él, preguntándole —y aquí el texto es algo reducido— “pero, ¿por qué no has ido
a tu casa?”». Y la respuesta del hombre noble es: «¿Podría permitirme, mientras
mis compañeros están bajo las tiendas, el arca de Dios está bajo una tienda, en
lucha contra los enemigos, ir mi casa a comer, a beber, a acostarme con mi
mujer? ¡No! Esto no puedo hacerlo». Y así «David lo hizo volver, le dio de
comer y beber otra vez y lo hizo emborrachar». Pero «Urías no volvió a su casa:
pasó la segunda noche con sus compañeros».
Por tanto, prosiguió el Papa, «David se encontraba en
dificultad, pero pensó para sí: “Pero no, lo lograré”». Y así «escribió una
carta, como hemos escuchado: “Poned a Urías al mando, frente a la batalla más
dura, después retiraos detrás de él para que sea herido y muera”». En pocas
palabras, se trata de una «condena a muerte: este hombre fiel —fiel a la ley,
fiel a su pueblo, fiel a su rey— es condenado a muerte».
«Me pregunto —confió Francisco– leyendo este pasaje: ¿dónde
está aquel David, muchacho valiente, que sale al encuentro del filisteo con su
honda y cinco piedras, y le dice: “Mi fuerza es el Señor”? No, no son las
armas. Tampoco las armas de Saúl andaban bien para él».
«Es otro David», destacó el Papa. En efecto, «¿dónde está
aquel David que, sabiendo que Saúl quería matarlo, dos veces tuvo la
oportunidad de matar al rey Saúl, y dijo: “No, no me permito tocar al ungido
del Señor”?». La realidad, explicó Francisco, es que «este hombre cambió, este
hombre se reblandeció». Y, añadió, «me viene a la mente un pasaje del profeta
Ezequiel, capítulo 16, versículo 15, cuando Dios habla a su pueblo como un
esposo a su esposa, y dice: “Pero después de que te di todo esto, te ufanaste
de tu belleza y, aprovechando de tu fama, te has prostituido. Te has sentido
segura y te has olvidado de mí”».
Y es precisamente «lo que sucedió con David en aquel momento»,
insistió Francisco: «El grande, el noble David se sintió seguro, porque el
reino era fuerte, y pecó así: pecó de lujuria, pecó de adulterio y también
asesinó injustamente a un hombre noble, para cubrir su pecado».
«Este es un momento en la vida de David —hizo ver el
Pontífice— que podríamos aplicar a la nuestra: es el paso del pecado a la
corrupción». Aquí «David comienza, da el primer paso hacia la corrupción:
obtiene el poder, la fuerza. Por eso «la corrupción es un pecado más fácil para
todos nosotros que tenemos algún poder, ya sea poder eclesiástico, religioso,
económico, político». Y «el diablo nos hace sentir seguros: “Lo lograré”». Pero
«el Señor quería tanto a David, tanto que después mandó reflejar su alma: envió
al profeta Natán para reflejar su alma; y él se arrepintió, lloró —“he
pecado”—, y se dio cuenta de ello».
«Quiero subrayar hoy —reafirmó Francisco— sólo esto: hay un
momento en el que la costumbre del pecado o un momento en el que nuestra
situación es tan segura y somos bien vistos y tenemos tanto poder, tanto
dinero, no sé, tantas cosas». También «a nosotros, sacerdotes, puede sucedernos
esto: tanto que el pecado deja de ser pecado y se transforma en corrupción. El
Señor siempre perdona. Pero una de las cosas más feas que tiene la corrupción
es que el corrupto no tiene necesidad de pedir perdón, no la siente».
El Papa, pues, invitó a rezar «por la Iglesia, comenzando
por nosotros, por el Papa, por los obispos, por los sacerdotes, por los
consagrados, por los fieles laicos: “Señor, sálvanos, sálvanos de la
corrupción. Pecadores, sí, Señor, somos todos, pero corruptos, jamás”». Al
Señor, concluyó, «pidámosle esta gracia».