Con Cristo
sois sepultados en el Bautismo,
con él también
habéis resucitado» (cf. Col 2, 12)
Queridos hermanos y hermanas:
La Cuaresma, que nos lleva a
la celebración de la Santa Pascua, es para la Iglesia un tiempo litúrgico muy
valioso e importante, con vistas al cual me alegra dirigiros unas palabras
específicas para que lo vivamos con el debido compromiso. La Comunidad
eclesial, asidua en la oración y en la caridad operosa, mientras mira hacia el
encuentro definitivo con su Esposo en la Pascua eterna, intensifica su camino
de purificación en el espíritu, para obtener con más abundancia del Misterio de
la redención la vida nueva en Cristo Señor (cf. Prefacio I de Cuaresma).
1. Esta misma vida ya se nos
transmitió el día del Bautismo, cuando «al participar de la muerte y
resurrección de Cristo» comenzó para nosotros «la aventura gozosa y
entusiasmante del discípulo» (Homilía en la fiesta del Bautismo del Señor, 10
de enero de 2010). San Pablo, en sus Cartas, insiste repetidamente en la
comunión singular con el Hijo de Dios que se realiza en este lavado. El hecho
de que en la mayoría de los casos el Bautismo se reciba en la infancia pone de
relieve que se trata de un don de Dios: nadie merece la vida eterna con sus
fuerzas. La misericordia de Dios, que borra el pecado y permite vivir en la
propia existencia «los mismos sentimientos que Cristo Jesús» (Flp 2, 5) se
comunica al hombre gratuitamente.
El Apóstol de los gentiles,
en la Carta a los Filipenses, expresa el sentido de la transformación que tiene
lugar al participar en la muerte y resurrección de Cristo, indicando su meta:
que yo pueda «conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus
padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a
la resurrección de entre los muertos» (Flp 3, 10-11). El Bautismo, por tanto,
no es un rito del pasado sino el encuentro con Cristo que conforma toda la
existencia del bautizado, le da la vida divina y lo llama a una conversión
sincera, iniciada y sostenida por la Gracia, que lo lleve a alcanzar la talla
adulta de Cristo.
Un nexo particular vincula
al Bautismo con la Cuaresma como momento favorable para experimentar la Gracia
que salva. Los Padres del Concilio Vaticano II exhortaron a todos los Pastores
de la Iglesia a utilizar «con mayor abundancia los elementos bautismales
propios de la liturgia cuaresmal» (Sacrosanctum
Concilium, 109). En efecto, desde siempre, la Iglesia asocia la Vigilia
Pascual a la celebración del Bautismo: en este Sacramento se realiza el gran
misterio por el cual el hombre muere al pecado, participa de la vida nueva en
Jesucristo Resucitado y recibe el mismo espíritu de Dios que resucitó a Jesús
de entre los muertos (cf. Rm 8, 11). Este don gratuito debe ser reavivado en
cada uno de nosotros y la Cuaresma nos ofrece un recorrido análogo al
catecumenado, que para los cristianos de la Iglesia antigua, así como para los
catecúmenos de hoy, es una escuela insustituible de fe y de vida cristiana:
viven realmente el Bautismo como un acto decisivo para toda su existencia.
2. Para emprender seriamente
el camino hacia la Pascua y prepararnos a celebrar la Resurrección del Señor
—la fiesta más gozosa y solemne de todo el Año litúrgico—, ¿qué puede haber de
más adecuado que dejarnos guiar por la Palabra de Dios? Por esto la Iglesia, en
los textos evangélicos de los domingos de Cuaresma, nos guía a un encuentro
especialmente intenso con el Señor, haciéndonos recorrer las etapas del camino
de la iniciación cristiana: para los catecúmenos, en la perspectiva de recibir
el Sacramento del renacimiento, y para quien está bautizado, con vistas a
nuevos y decisivos pasos en el seguimiento de Cristo y en la entrega más plena
a él.
El primer domingo del
itinerario cuaresmal subraya nuestra condición de hombre en esta tierra. La
batalla victoriosa contra las tentaciones, que da inicio a la misión de Jesús,
es una invitación a tomar conciencia de la propia fragilidad para acoger la
Gracia que libera del pecado e infunde nueva fuerza en Cristo, camino, verdad y
vida (cf. Ordo Initiationis Christianae
Adultorum, n. 25). Es una llamada decidida a recordar que la fe cristiana
implica, siguiendo el ejemplo de Jesús y en unión con él, una lucha «contra los
Dominadores de este mundo tenebroso» (Ef 6, 12), en el cual el diablo actúa y
no se cansa, tampoco hoy, de tentar al hombre que quiere acercarse al Señor:
Cristo sale victorioso, para abrir también nuestro corazón a la esperanza y
guiarnos a vencer las seducciones del mal.
El Evangelio de la
Transfiguración del Señor pone delante de nuestros ojos la gloria de Cristo,
que anticipa la resurrección y que anuncia la divinización del hombre. La
comunidad cristiana toma conciencia de que es llevada, como los Apóstoles
Pedro, Santiago y Juan «aparte, a un monte alto» (Mt 17, 1), para acoger
nuevamente en Cristo, como hijos en el Hijo, el don de la gracia de Dios: «Este
es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle» (v. 5). Es la invitación a
alejarse del ruido de la vida diaria para sumergirse en la presencia de Dios:
él quiere transmitirnos, cada día, una palabra que penetra en las profundidades
de nuestro espíritu, donde discierne el bien y el mal (cf. Hb 4, 12) y
fortalece la voluntad de seguir al Señor.
La petición de Jesús a la
samaritana: «Dame de beber» (Jn 4, 7), que se lee en la liturgia del tercer
domingo, expresa la pasión de Dios por todo hombre y quiere suscitar en nuestro
corazón el deseo del don del «agua que brota para vida eterna» (v. 14): es el
don del Espíritu Santo, que hace de los cristianos «adoradores verdaderos»
capaces de orar al Padre «en espíritu y en verdad» (v. 23). ¡Sólo esta agua
puede apagar nuestra sed de bien, de verdad y de belleza! Sólo esta agua, que
nos da el Hijo, irriga los desiertos del alma inquieta e insatisfecha, «hasta
que descanse en Dios», según las célebres palabras de san Agustín.
El domingo del ciego de
nacimiento presenta a Cristo como luz del mundo. El Evangelio nos interpela a
cada uno de nosotros: «¿Tú crees en el Hijo del hombre?». «Creo, Señor» (Jn 9,
35.38), afirma con alegría el ciego de nacimiento, dando voz a todo creyente.
El milagro de la curación es el signo de que Cristo, junto con la vista, quiere
abrir nuestra mirada interior, para que nuestra fe sea cada vez más profunda y
podamos reconocer en él a nuestro único Salvador. Él ilumina todas las
oscuridades de la vida y lleva al hombre a vivir como «hijo de la luz».
Cuando, en el quinto
domingo, se proclama la resurrección de Lázaro, nos encontramos frente al
misterio último de nuestra existencia: «Yo soy la resurrección y la vida...
¿Crees esto?» (Jn 11, 25-26). Para la comunidad cristiana es el momento de
volver a poner con sinceridad, junto con Marta, toda la esperanza en Jesús de
Nazaret: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba
a venir al mundo» (v. 27). La comunión con Cristo en esta vida nos prepara a
cruzar la frontera de la muerte, para vivir sin fin en él. La fe en la
resurrección de los muertos y la esperanza en la vida eterna abren nuestra
mirada al sentido último de nuestra existencia: Dios ha creado al hombre para
la resurrección y para la vida, y esta verdad da la dimensión auténtica y
definitiva a la historia de los hombres, a su existencia personal y a su vida
social, a la cultura, a la política, a la economía. Privado de la luz de la fe
todo el universo acaba encerrado dentro de un sepulcro sin futuro, sin
esperanza.
El recorrido cuaresmal
encuentra su cumplimiento en el Triduo Pascual, en particular en la Gran
Vigilia de la Noche Santa: al renovar las promesas bautismales, reafirmamos que
Cristo es el Señor de nuestra vida, la vida que Dios nos comunicó cuando
renacimos «del agua y del Espíritu Santo», y confirmamos de nuevo nuestro firme
compromiso de corresponder a la acción de la Gracia para ser sus discípulos.
3. Nuestro sumergirnos en la
muerte y resurrección de Cristo mediante el sacramento del Bautismo, nos
impulsa cada día a liberar nuestro corazón del peso de las cosas materiales, de
un vínculo egoísta con la «tierra», que nos empobrece y nos impide estar
disponibles y abiertos a Dios y al prójimo. En Cristo, Dios se ha revelado como
Amor (cf. 1 Jn 4, 7-10). La Cruz de Cristo, la «palabra de la Cruz» manifiesta
el poder salvífico de Dios (cf. 1 Co 1, 18), que se da para levantar al hombre
y traerle la salvación: amor en su forma más radical (cf. Enc. Deus caritas
est, 12). Mediante las prácticas tradicionales del ayuno, la limosna y la
oración, expresiones del compromiso de conversión, la Cuaresma educa a vivir de
modo cada vez más radical el amor de Cristo. El ayuno, que puede tener
distintas motivaciones, adquiere para el cristiano un significado profundamente
religioso: haciendo más pobre nuestra mesa aprendemos a superar el egoísmo para
vivir en la lógica del don y del amor; soportando la privación de alguna cosa
—y no sólo de lo superfluo— aprendemos a apartar la mirada de nuestro «yo»,
para descubrir a Alguien a nuestro lado y reconocer a Dios en los rostros de
tantos de nuestros hermanos. Para el cristiano el ayuno no tiene nada de
intimista, sino que abre mayormente a Dios y a las necesidades de los hombres,
y hace que el amor a Dios sea también amor al prójimo (cf. Mc 12, 31).
En nuestro camino también
nos encontramos ante la tentación del tener, de la avidez de dinero, que
insidia el primado de Dios en nuestra vida. El afán de poseer provoca
violencia, prevaricación y muerte; por esto la Iglesia, especialmente en el
tiempo cuaresmal, recuerda la práctica de la limosna, es decir, la capacidad de
compartir. La idolatría de los bienes, en cambio, no sólo aleja del otro, sino
que despoja al hombre, lo hace infeliz, lo engaña, lo defrauda sin realizar lo
que promete, porque sitúa las cosas materiales en el lugar de Dios, única
fuente de la vida. ¿Cómo comprender la bondad paterna de Dios si el corazón
está lleno de uno mismo y de los propios proyectos, con los cuales nos hacemos
ilusiones de que podemos asegurar el futuro? La tentación es pensar, como el
rico de la parábola: «Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años...
Pero Dios le dijo: “¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma”» (Lc 12,
19-20). La práctica de la limosna nos recuerda el primado de Dios y la atención
hacia los demás, para redescubrir a nuestro Padre bueno y recibir su
misericordia.
En todo el período
cuaresmal, la Iglesia nos ofrece con particular abundancia la Palabra de Dios.
Meditándola e interiorizándola para vivirla diariamente, aprendemos una forma
preciosa e insustituible de oración, porque la escucha atenta de Dios, que
sigue hablando a nuestro corazón, alimenta el camino de fe que iniciamos en el
día del Bautismo. La oración nos permite también adquirir una nueva concepción
del tiempo: de hecho, sin la perspectiva de la eternidad y de la trascendencia,
simplemente marca nuestros pasos hacia un horizonte que no tiene futuro. En la
oración encontramos, en cambio, tiempo para Dios, para conocer que «sus
palabras no pasarán» (cf. Mc 13, 31), para entrar en la íntima comunión con él
que «nadie podrá quitarnos» (cf. Jn 16, 22) y que nos abre a la esperanza que
no falla, a la vida eterna.
En síntesis, el itinerario
cuaresmal, en el cual se nos invita a contemplar el Misterio de la cruz, es
«hacerme semejante a él en su muerte» (Flp 3, 10), para llevar a cabo una
conversión profunda de nuestra vida: dejarnos transformar por la acción del
Espíritu Santo, como san Pablo en el camino de Damasco; orientar con decisión
nuestra existencia según la voluntad de Dios; liberarnos de nuestro egoísmo,
superando el instinto de dominio sobre los demás y abriéndonos a la caridad de
Cristo. El período cuaresmal es el momento favorable para reconocer nuestra
debilidad, acoger, con una sincera revisión de vida, la Gracia renovadora del
Sacramento de la Penitencia y caminar con decisión hacia Cristo.
Queridos hermanos y
hermanas, mediante el encuentro personal con nuestro Redentor y mediante el
ayuno, la limosna y la oración, el camino de conversión hacia la Pascua nos
lleva a redescubrir nuestro Bautismo. Renovemos en esta Cuaresma la acogida de
la Gracia que Dios nos dio en ese momento, para que ilumine y guíe todas
nuestras acciones. Lo que el Sacramento significa y realiza estamos llamados a
vivirlo cada día siguiendo a Cristo de modo cada vez más generoso y auténtico.
Encomendamos nuestro itinerario a la Virgen María, que engendró al Verbo de
Dios en la fe y en la carne, para sumergirnos como ella en la muerte y
resurrección de su Hijo Jesús y obtener la vida eterna.
Vaticano, 4 de noviembre de
2010
BENEDICTUS PP. XVI
© Copyright 2010 - Libreria Editrice Vaticana