Santos Luís Martín y Celia Guérin – 29 de julio
«Padres de Teresa de Lisieux. Ambos vieron frustrado
su anhelo de ingresar en la vida religiosa, ideal acogido por todas sus hijas,
a las que generosamente secundaron en su vocación»
ZENIT – Madrid).- En condiciones normales lo usual es que los hijos
se sientan agradecidos por los padres que les dieron la vida, que reconozcan en
sí mismos rasgos dignos de toda consideración que de ellos heredaron. Nada más
hondo desde el punto de vista humano que estos lazos de sangre que vinculan a
unos y a otros. Si las enseñanzas que impregnan las primeras etapas de la vida,
para bien y para mal, dejan una huella imborrable, es fácil comprender que
cuando los progenitores son santos el alcance de aquéllas para la prole sea
inconmensurable. Teresa de Lisieux tuvo esa gracia. De ahí que dijese: «Dios me
ha dado un padre y una madre más dignos del cielo que de la tierra».
El 19 de octubre de 2008 Benedicto XVI beatificó a los componentes de este
virtuoso matrimonio. Y el 18 de octubre de 2015, en pleno Sínodo de la Familia,
el papa Francisco los canonizó. Ninguno de los dos pudo ingresar en la vida
religiosa, como desearon, aunque acudieron a sendas órdenes. Luís tocó la
puerta del monasterio del Gran San Bernardo, en los Alpes, y Celia la de las
Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl. La misión de ambos era otra:
convertirse en ejemplos de amor y fidelidad conyugal vinculados por la misma
fe, y formar una familia en la que sobresalió la benjamina. Porque Teresa bebió
de ellos el néctar de su caridad y con tan formidable pilar, junto a la gracia
de Cristo y su entrega personal, alcanzó la santidad.
Luís, segundo de cinco hermanos, nació en Burdeos, Francia, el 22 de
agosto de 1823. Su padre era capitán del ejército. Eso hizo que durante un
tiempo tuviese que vivir en distintos lugares hasta que se afincaron en
Alençon. No eligió la carrera militar como él, y quizá debido a su temperamento
reflexivo y discreto, amante del silencio, sopesó la opción de aprender un
oficio, eligiendo el de relojero. Su formación se había iniciado con los
Hermanos de las Escuelas Cristianas. Luego obtuvo las herramientas precisas
para su profesión en Bretaña, Rennes, Estrasburgo, el Gran San Bernardo y
París. Con 22 años se propuso consagrarse. Pero tenía una seria dificultad con
el latín y de su aprendizaje dependía su admisión en el monasterio. Lo intentó
con verdadero esfuerzo, pero no consiguió dominar la disciplina, y este sueño
quedó atrás. Se instaló en Alençon y regentó su relojería. Era sociable y tenía
muchos amigos con los que compartía diversas aficiones. La vertiente espiritual
siempre viva en él hallaba eco en el círculo Vital Romet integrado por jóvenes
creyentes que eran dirigidos por el abate Hurel. También era miembro de las
conferencias de San Vicente de Paúl. Pudo haberse casado con una joven de
elevada posición social, pero eludió este compromiso. Vendió una propiedad y
adquirió una casa. En ella colocó una imagen de María que le habían obsequiado.
Es la conocida «Virgen de la Sonrisa», que la familia trasladó a Buissonnets,
en Lisieux.
Celia nació en Gandelain, Orne, Normandía, el 23 de diciembre de 1831. Era
la mediana de tres hermanos. La primogénita fue monja de la Visitación. En
cuanto a Isidore, el benjamín, hizo las delicias de la casa, un extremo que
apenó a la beata al ver cómo recaían en este único varón todas las atenciones
maternas. De modo que tuvo una infancia y juventud dolorosas debido, en parte,
al carácter de los padres, pero acentuada también por su sensibilidad. Confió
este sentimiento a su hermano sin rubor, reconociendo que para ella esos años
fueron: «tristes como una mortaja, pues si mi madre te mimaba, para mí, tú lo
sabes, era demasiado severa; era muy buena pero no sabía darme cariño, así que
sufrí mucho».
Residía en Alençon desde la jubilación de su padre. Tras su muerte, la
madre fue incapaz de regentar el negocio, un bar, y la falta de recursos
económicos afectó a todos. Celia recibió instrucción de las religiosas de la
Adoración perpetua que le enseñaron a realizar un primoroso encaje muy valorado
en la ciudad. Se dedicó a esta labor porque el día de la Inmaculada de 1851
escuchó esta locución divina: «Debes fabricar punto de Alençon». Fracasado su
anhelo de consagrarse, entendió que estaba destinada por Dios al matrimonio. A
su vez, la madre de Luís se había fijado en ella; la consideraba ideal para ese
hijo que veía iba cumpliendo años sin pensar en su futuro. Los dos se
conocieron un día al cruzar el puente de San Lorenzo. Y tres meses más tarde,
el 13 de junio de 1858, se casaron.
De común acuerdo, durante diez meses vivieron como hermanos, en una
perfecta castidad conyugal, hasta que el confesor les recordó el gesto generoso
de dar hijos a Dios. Tuvieron nueve; cuatro fallecieron de forma prematura. A
los 45 años a Celia se le detectó un tumor maligno. No sobrevivió mucho tiempo
a este diagnóstico; murió el 28 de agosto de 1877. Luís, que entonces tenía 54
años, continuó sacando adelante a los hijos, aunque ya hacía tiempo que había dejado
su trabajo para apoyar el negocio de bordado, y estaba implicado en su
educación. Siguió infundiéndoles la vida de piedad que había llevado junto a
Celia: oraciones, rezos, asistencia a misa, confesión, actividad incesante en
la parroquia… Acompañó a sus hijas al umbral del convento, y afrontó el dolor
de separarse de Teresa, que tenía 15 años cuando se hizo religiosa. En las
cartas de la santa se constata la progresiva disminución de facultades mentales
que su querido padre fue sufriendo hasta fallecer en el sanatorio de Caen,
donde estaba internado, el 29 de julio de 1894.
La madre había manifestado en una ocasión: «No vivíamos sino para nuestros
hijos; eran toda nuestra felicidad y solamente la encontrábamos en ellos». Y
siendo así, Luís entregó generosamente a Dios a sus cinco hijas, diciendo:
«Ven, vayamos juntos ante el Santísimo a darle gracias al Señor por concederme
el honor de llevarse a todas mis hijas
Fuente Zenit.org