Homilía
completa del Papa Francisco canonización Madre Teresa de Calcuta
«¿Quién
comprende lo que Dios quiere?» (Sb 9,13). Este interrogante del libro de la
Sabiduría, que hemos escuchado en la primera lectura, nos presenta nuestra vida
como un misterio, cuya clave de interpretación no poseemos. Los protagonistas
de la historia son siempre dos: por un lado, Dios, y por otro, los hombres.
Nuestra tarea es la de escuchar la llamada de Dios y luego aceptar su voluntad.
Pero para cumplirla sin vacilación debemos ponernos esta pregunta. ¿Cuál es la
voluntad de Dios en mi vida?
La respuesta
la encontramos en el mismo texto sapiencial: «Los hombres aprendieron lo que te
agrada» (v. 18). Para reconocer la llamada de Dios, debemos preguntarnos y
comprender qué es lo que le gusta. En muchas ocasiones, los profetas anunciaron
lo que le agrada al Señor. Su mensaje encuentra una síntesis admirable en la
expresión: «Misericordia quiero y no sacrificios» (Os 6,6; Mt 9,13). A Dios le
agrada toda obra de misericordia, porque en el hermano que ayudamos reconocemos
el rostro de Dios que nadie puede ver (cf. Jn 1,18). Cada vez que nos hemos
inclinado ante las necesidades de los hermanos, hemos dado de comer y de beber
a Jesús; hemos vestido, ayudado y visitado al Hijo de Dios (cf. Mt 25,40).
Estamos
llamados a concretar en la realidad lo que invocamos en la oración y profesamos
en la fe. No hay alternativa a la caridad: quienes se ponen al servicio de los
hermanos, aunque no lo sepan, son quienes aman a Dios (cf. 1 Jn 3,16-18; St
2,14-18). Sin embargo, la vida cristiana no es una simple ayuda que se presta
en un momento de necesidad. Si fuera así, sería sin duda un hermoso sentimiento
de humana solidaridad que produce un beneficio inmediato, pero sería estéril
porque no tiene raíz. Por el contrario, el compromiso que el Señor pide es el
de una vocación a la caridad con la que cada discípulo de Cristo lo sirve con
su propia vida, para crecer cada día en el amor.
Hemos
escuchado en el Evangelio que «mucha gente acompañaba a Jesús» (Lc 14,25). Hoy
aquella «gente» está representada por el amplio mundo del voluntariado,
presente aquí con ocasión del Jubileo de la Misericordia. Vosotros sois esa
gente que sigue al Maestro y que hace visible su amor concreto hacia cada
persona. Os repito las palabras del apóstol Pablo: «He experimentado gran gozo
y consuelo por tu amor, ya que, gracias a ti, los corazones de los creyentes
han encontrado alivio» (Flm 1,7). Cuántos corazones confortan los voluntarios.
Cuántas manos sostienen; cuántas lágrimas secan; cuánto amor derraman en el
servicio escondido, humilde y desinteresado. Este loable servicio da voz a la
fe y expresa la misericordia del Padre que está cerca de quien pasa necesidad.
El
seguimiento de Jesús es un compromiso serio y al mismo tiempo gozoso; requiere
radicalidad y esfuerzo para reconocer al divino Maestro en los más pobres y
ponerse a su servicio. Por esto, los voluntarios que sirven a los últimos y a
los necesitados por amor a Jesús no esperan ningún agradecimiento ni
gratificación, sino que renuncian a todo esto porque han descubierto el
verdadero amor. Igual que el Señor ha venido a mi encuentro y se ha inclinado
sobre mí en el momento de necesidad, así también yo salgo al encuentro de él y
me inclino sobre quienes han perdido la fe o viven como si Dios no existiera,
sobre los jóvenes sin valores e ideales, sobre las familias en crisis, sobre
los enfermos y los encarcelados, sobre los refugiados e inmigrantes, sobre los
débiles e indefensos en el cuerpo y en el espíritu, sobre los menores
abandonados a sí mismos, como también sobre los ancianos dejados solos.
Dondequiera que haya una mano extendida que pide ayuda para ponerse en pie,
allí debe estar nuestra presencia y la presencia de la Iglesia que sostiene y
da esperanza.
Madre Teresa,
a lo largo de toda su existencia, ha sido una generosa dispensadora de la
misericordia divina, poniéndose a disposición de todos por medio de la acogida
y la defensa de la vida humana, tanto la no nacida como la abandonada y
descartada. Se ha comprometido en la defensa de la vida proclamando
incesantemente que «el no nacido es el más débil, el más pequeño, el más
pobre». Se ha inclinado sobre las personas desfallecidas, que mueren
abandonadas al borde de las calles, reconociendo la dignidad que Dios les había
dado; ha hecho sentir su voz a los poderosos de la tierra, para que
reconocieran sus culpas ante los crímenes de la pobreza creada por ellos
mismos. La misericordia ha sido para ella la «sal» que daba sabor a cada obra
suya, y la «luz» que iluminaba las tinieblas de los que no tenían ni siquiera
lágrimas para llorar su pobreza y sufrimiento.
Su misión en
las periferias de las ciudades y en las periferias existenciales permanece en
nuestros días como testimonio elocuente de la cercanía de Dios hacia los más
pobres entre los pobres. Hoy entrego esta emblemática figura de mujer y de
consagrada a todo el mundo del voluntariado: que ella sea vuestro modelo de
santidad. Esta incansable trabajadora de la misericordia nos ayude a comprender
cada vez más que nuestro único criterio de acción es el amor gratuito, libre de
toda ideología y de todo vínculo y derramado sobre todos sin distinción de
lengua, cultura, raza o religión. Madre Teresa amaba decir: «Tal vez no hablo
su idioma, pero puedo sonreír». Llevemos en el corazón su sonrisa y
entreguémosla a todos los que encontremos en nuestro camino, especialmente a
los que sufren. Abriremos así horizontes de alegría y esperanza a toda esa
humanidad desanimada y necesitada de comprensión y ternura.