Queridos amigos
Les dirijo mi cálida bienvenida y
agradezco al Presidente por sus amables palabras. En estos días de reflexión y
de diálogo, han tomado en consideración la contribución de la comunidad de
negocios en la lucha contra la pobreza, con especial referencia a la actual
crisis de los prófugos. Estoy agradecido por la prontitud con la cual brindan
su competencia y experiencia en los debates sobre estas delicadas cuestiones
humanitarias y sobre las obligaciones morales que conllevan.
La crisis de los prófugos, cuyas
proporciones están creciendo cada día, es una de aquellas a las que me siento
más cercano. En mi reciente visita a Lesbos, he sido testigo de desgarradoras
experiencias de sufrimiento humano, en especial de familias y niños. Era mi
intención, junto con mis hermanos Ortodoxos, el Patriarca Bartolomé y el
Arzobispo Jerónimo, ofrecer al mundo una mayor conciencia de estas «escenas de
trágica y verdaderamente desesperada necesidad» y de «darles respuesta de una
forma digna de nuestra común humanidad» (Visita al Campo de Refugiados de
Mória, 16 de abril de 2016). Más allá del inmediato y práctico aspecto de dar
ayuda material a estos nuestros hermanos y hermanas, la comunidad internacional
está llamada a encontrar respuestas políticas, sociales y económicas de largo
alcance a problemáticas que superan los confines nacionales y continentales e
implican a toda la familia humana.
La lucha contra la pobreza no es sólo
un problema económico, sino ante todo un problema moral, que apela a una
solidaridad global y al desarrollo de un enfoque más justo, relacionado con las
necesidades y anhelos de los individuos y de los pueblos en todo el mundo. A la
luz de esta tarea y compromiso importantes, la iniciativa de su Fundación es
particularmente tempestiva. Inspirándose en el rico patrimonio de la Doctrina
social de la Iglesia, la presente Conferencia explora desde diversos puntos de
vista las implicaciones prácticas y éticas de la actual economía mundial,
mientras, al mismo tiempo, intenta sentar los cimientos para una cultura
económica y una cultura de negocios que sea más inclusiva y respete la dignidad
humana. Así como San Juan Pablo II puso de relieve en varias oportunidades, la
actividad económica no puede ser llevada por un vacío institucional o político
(cfr Carta Encíclica Centesimus annus,
48), sino que posee un esencial componente ético. Y, además, tiene que ponerse
siempre al servicio de la persona humana y del bien común.
Una visión económica exclusivamente
orientada a la utilidad y al bienestar material es – como la experiencia
cotidiana nos muestra – incapaz de contribuir en modo positivo a una
globalización que favorezca el desarrollo integral de los pueblos en el mundo,
una justa distribución de los recursos, la garantía del trabajo digno y el
crecimiento de la iniciativa privada y de las empresas locales. Una economía de
la exclusión y de la injusticia (Cfr. Exhor. Ap. Evangelii gaudium, 53) ha llevado a un mayor número de desheredados
y de personas descartadas como improductivas e inútiles. Los efectos se
perciben también en las sociedades más desarrolladas, en las cuales el
crecimiento en porcentaje de la pobreza y el decaimiento social representan una
seria amenaza para las familias, para la clase media que se contrae y, en modo
particular, para los jóvenes. Las tazas de desocupación juvenil son un
escándalo que no solo necesita ser afrontado sobre todo en términos económicos,
sino que debe ser afrontado también, y no menos urgentemente, como una
enfermedad social, desde el momento que a nuestra juventud le es robada la
esperanza y son desperdiciados sus grandes recursos de energía, de creatividad
y de intuición.
Es mi esperanza que su Conferencia
pueda contribuir a generar nuevos modelos de progreso económico más
directamente orientados al bien común, a la inclusión y al desarrollo integral,
al incremento del trabajo y a la inversión en los recursos humanos. El Concilio
Vaticano II ha justamente subrayado que, para los cristianos, la actividad
económica, financiera y de los negocios no puede estar separada del deber de
luchar por el perfeccionamiento del orden temporal en conformidad con los
valores del Reino de Dios (Cfr. Const. Past. Gaudium et spes, 72). Su vocación es de hecho una vocación al
servicio de la dignidad humana y de la construcción de un mundo de auténtica
solidaridad. Iluminados e inspirados por el Evangelio, y mediante una
fructífera cooperación con las Iglesias locales y sus Pastores, así como con
otros creyentes y hombres y mujeres de buena voluntad, pueda su trabajo
contribuir siempre al crecimiento de aquella civilización del amor que abraza a
la entera familia humana en la justicia y en la paz.
Sobre ustedes y sus familias invoco
la bendición del Señor y sus dones de sabiduría, de alegría y de fortaleza.
(Traducción del italiano Renato
Martínez y Cecilia de Malak)