Homilía del Papa Francisco en la misa de
Pentecostés, domingo 4 de junio de 2017
Hoy concluye el
tiempo de Pascua, cincuenta días que, desde la Resurrección de Jesús hasta
Pentecostés, están marcados de una manera especial por la presencia del
Espíritu Santo. Él es, en efecto, el Don pascual por excelencia. Es el Espíritu
creador, que crea siempre cosas nuevas. En las lecturas de hoy se nos muestran
dos novedades: en la primera lectura, el Espíritu hace que los discípulos
sean un pueblo nuevo; en el Evangelio, crea en los discípulos un
corazón nuevo.
Un pueblo nuevo. En el día de Pentecostés el Espíritu bajó del cielo
en forma de «lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de
cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en
otras lenguas» (Hch 2, 3-4). La Palabra de Dios describe así la
acción del Espíritu, que primero se posa sobre cada uno y
luego pone a todos en comunicación. A cada uno da un don y a
todos reúne en unidad. En otras palabras, el mismo Espíritu crea la
diversidad y la unidad y de esta manera plasma un pueblo nuevo,
variado y unido: la Iglesia universal. En primer lugar, con
imaginación e imprevisibilidad, crea la diversidad; en todas las épocas en
efecto hace que florezcan carismas nuevos y variados. A continuación, el mismo
Espíritu realiza la unidad: junta, reúne, recompone la armonía: «Reduce por sí
mismo a la unidad a quienes son distintos entre sí» (Cirilo de
Alejandría, Comentario al Evangelio de Juan, XI, 11). De tal manera
que se dé la unidad verdadera, aquella según Dios, que no es uniformidad,
sino unidad en la diferencia.
Para que se
realice esto es bueno que nos ayudemos a evitar dos tentaciones frecuentes.
La primera es buscar la diversidad sin unidad. Esto ocurre cuando
buscamos destacarnos, cuando formamos bandos y partidos, cuando nos endurecemos
en nuestros planteamientos excluyentes, cuando nos encerramos en nuestros
particularismos, quizás considerándonos mejores o aquellos que siempre tienen
razón. Son los así llamados «custodios de la verdad». Entonces se escoge la
parte, no el todo, el pertenecer a esto o a aquello antes que a la Iglesia; nos
convertimos en unos «seguidores» partidistas en lugar de hermanos y hermanas en
el mismo Espíritu; cristianos de «derechas o de izquierdas» antes que de Jesús;
guardianes inflexibles del pasado o vanguardistas del futuro antes que hijos
humildes y agradecidos de la Iglesia. Así se produce una diversidad sin unidad.
En cambio, la tentación contraria es la de buscar la unidad sin
diversidad. Sin embargo, de esta manera la unidad se convierte en
uniformidad, en la obligación de hacer todo juntos y todo igual, pensando todos
de la misma manera. Así la unidad acaba siendo una homologación donde ya no hay
libertad. Pero dice san Pablo, «donde está el Espíritu del Señor, hay libertad»
(2 Co 3,17)
Nuestra oración al
Espíritu Santo consiste entonces en pedir la gracia de aceptar su unidad,
una mirada que abraza y ama, más allá de las preferencias personales, a su
Iglesia, nuestra Iglesia; de trabajar por la unidad entre todos, de desterrar
las murmuraciones que siembran cizaña y las envidias que envenenan, porque ser
hombres y mujeres de la Iglesia significa ser hombres y mujeres de comunión;
significa también pedir un corazón que sienta la Iglesia, madre nuestra y casa
nuestra: la casa acogedora y abierta, en la que se comparte la alegría
multiforme del Espíritu Santo.
Y llegamos
entonces a la segunda novedad: un corazón nuevo. Jesús Resucitado,
en la primera vez que se aparece a los suyos, dice: «Recibid el Espíritu Santo;
a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Jn 20,
22-23). Jesús no los condena, a pesar de que lo habían abandonado y negado
durante la Pasión, sino que les da el Espíritu de perdón. El Espíritu es el
primer don del Resucitado y se da en primer lugar para perdonar los pecados.
Este es el comienzo de la Iglesia, este es el aglutinante que nos mantiene
unidos, el cemento que une los ladrillos de la casa: el perdón.
Porque el perdón es el don por excelencia, es el amor más grande, el que
mantiene unidos a pesar de todo, que evita el colapso, que refuerza y
fortalece. El perdón libera el corazón y le permite recomenzar: el perdón da
esperanza, sin perdón no se construye la Iglesia.
El Espíritu de
perdón, que conduce todo a la armonía, nos empuja a rechazar otras vías: esas
precipitadas de quien juzga, las que no tienen salida propia del que cierra
todas las puertas, las de sentido único de quien critica a los demás. El
Espíritu en cambio nos insta a recorrer la vía de doble sentido del perdón
ofrecido y del perdón recibido, de la misericordia divina que se hace amor al
prójimo, de la caridad que «ha de ser en todo momento lo que nos induzca a
obrar o a dejar de obrar, a cambiar las cosas o a dejarlas como están» (Isaac
de Stella, Sermón 31). Pidamos la gracia de que, renovándonos
con el perdón y corrigiéndonos, hagamos que el rostro de nuestra Madre la
Iglesia sea cada vez más hermoso: sólo entonces podremos corregir a los demás
en la caridad.
Pidámoslo al Espíritu
Santo, fuego de amor que arde en la Iglesia y en nosotros, aunque a menudo lo
cubrimos con las cenizas de nuestros pecados: «Ven Espíritu de Dios, Señor que
estás en mi corazón y en el corazón de la Iglesia, tú que conduces a la
Iglesia, moldeándola en la diversidad. Para vivir, te necesitamos como el agua:
desciende una vez más sobre nosotros y enséñanos la unidad, renueva nuestros
corazones y enséñanos a amar como tú nos amas, a perdonar como tú nos perdonas.
Amén».