El fariseo no dio ocasión a Dios de cambiarlo, al mirar solo su propia grandeza.
El fariseo no era mal chico, bueno según el mismo, era una joya, pero ahí se quedó, a Dios le hubiera gustado engrandecerlo, pero no le dejo, no podía añadirle, darle ninguna gracia, porque ya “las tenía todas”. Se consideraba un dechado, y, si daba gracias a Dios, pero no, por lo que le había dado, sino por ser como era, y, para ello despreciaba juzgaba al otro.
Él no era como los demás hombres, y, como si conociese a todo el mundo, los definía, rapaces, injustos, adúlteros, ni, como el publicano que tenía delante. En lo último tenía razón, él hablaba a Dios, puesto en pie, casi como de igual a igual. El publicano lo hacía de rodillas, viéndose lo que era, una simple criatura ante su Creador
El fariseo no pedía misericordia, porque se consideraba perfecto santo, pero su vida era un legalismo. Lo suyo era el cumplimiento, cumplo y miento. Sin amor, ayunaba dos veces a la semana, habría que ver lo que comía los días que no ayunaba
Pagaba el diezmo que era una imposición legal religiosa
Daba limosna, todo estructurado
Y, la compasión, el amor al otro, el reconocer que sin Dios no sería nada, el buscar sus fallos, que si había algo bueno en él era Dios su autor, y, su dueño no él.
Que distinto del Cantico de una chiquilla que acaba de empezar a ser Madre de un Niño que era Dios, y, al ser felicitada por su tía Isabel, exclama.
“Glorifica mi alma, al Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su esclava, por eso me felicitaran todas las generaciones, porque el Poderoso hizo obras grandes en mí…” Lc 2
María sabe que lo bueno que hay en ella, que es todo, viene del Padre Dios, por eso, no alude a la increencia de Zacarías, y, por eso Dios hizo obras grandes en Ella, por Ella, y con Ella, el fariseo no le dejo, ya se había declarado grande.