Oración
en Getsemani
Benedicto XVI 2012
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy
quiero hablar de la oración de Jesús en Getsemaní, en el Huerto de los Olivos.
El escenario de la narración evangélica de esta oración es particularmente
significativo. Jesús, después de la última Cena, se dirige al monte de los
Olivos, mientras ora juntamente con sus discípulos. Narra el evangelista san
Marcos: «Después de cantar el himno, salieron para el monte de los Olivos» (14,
26). Se hace probablemente alusión al canto de algunos Salmos del ’hallél con los cuales se da gracias a
Dios por la liberación del pueblo de la esclavitud y se pide su ayuda ante las
dificultades y amenazas siempre nuevas del presente. El recorrido hasta
Getsemaní está lleno de expresiones de Jesús que hacen sentir inminente su
destino de muerte y anuncian la próxima dispersión de los discípulos.
También
aquella noche, al llegar a la finca del monte de los Olivos, Jesús se prepara
para la oración personal. Pero en esta ocasión sucede algo nuevo: parece que no
quiere quedarse solo. Muchas veces Jesús se retiraba a un lugar apartado de la
multitud e incluso de los discípulos, permaneciendo «en lugares solitarios»
(cf. Mc 1, 35) o subiendo «al monte»,
dice san Marcos (cf. Mc 6, 46). En
Getsemaní, en cambio, invita a Pedro, Santiago y Juan a que estén más cerca.
Son
los discípulos que había llamado a estar con él en el monte de la
Transfiguración (cf. Mc 9, 2-13).
Esta cercanía de los tres durante la oración en Getsemaní es significativa.
También aquella noche Jesús rezará al Padre «solo», porque su relación con él
es totalmente única y singular: es la relación del Hijo Unigénito. Es más, se
podría decir que, sobre todo aquella noche, nadie podía acercarse realmente al
Hijo, que se presenta al Padre en su identidad absolutamente única, exclusiva.
Sin embargo, Jesús, incluso llegando «solo» al lugar donde se detendrá a rezar,
quiere que al menos tres discípulos no permanezcan lejos, en una relación más
estrecha con él. Se trata de una cercanía espacial, una petición de solidaridad
en el momento en que siente acercarse la muerte; pero es sobre todo una
cercanía en la oración, para expresar, en cierta manera, la sintonía con él en
el momento en que se dispone a cumplir hasta el fondo la voluntad del Padre; y
es una invitación a todo discípulo a seguirlo en el camino de la cruz.
El
evangelista san Marcos narra: «Se llevó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y
empezó a sentir espanto y angustia. Les dijo: “Mi alma está triste hasta la
muerte. Quedaos aquí y velad”» (14, 33-34).
Jesús,
en la palabra que dirige a los tres, una vez más se expresa con el lenguaje de
los Salmos: «Mi alma está triste», una expresión del Salmo 43 (cf. Sal 43, 5). La dura determinación «hasta
la muerte», luego, hace referencia a una situación vivida por muchos de los
enviados de Dios en el Antiguo Testamento y expresada en su oración. De hecho,
no pocas veces seguir la misión que se les encomienda significa encontrar
hostilidad, rechazo, persecución. Moisés siente de forma dramática la prueba
que sufre mientras guía al pueblo en el desierto, y dice a Dios: «Yo solo no
puedo cargar con todo este pueblo, pues supera mis fuerzas. Si me vas a tratar
así, hazme morir, por favor, si he hallado gracia a tus ojos» (Nm 11, 14-15). Tampoco para el profeta
Elías es fácil realizar el servicio a Dios y a su pueblo. En el Primer Libro de los Reyes se narra:
«Luego anduvo por el desierto una jornada de camino, hasta que, sentándose bajo
una retama, imploró la muerte diciendo: “¡Ya es demasiado, Señor! ¡Toma mi
vida, pues no soy mejor que mis padres!”» (19, 4).
Las
palabras de Jesús a los tres discípulos a quienes llamó a estar cerca de él
durante la oración en Getsemaní revelan en qué medida experimenta miedo y
angustia en aquella «Hora», experimenta la última profunda soledad precisamente
mientras se está llevando a cabo el designio de Dios. En ese miedo y angustia
de Jesús se recapitula todo el horror del hombre ante la propia muerte, la
certeza de su inexorabilidad y la percepción del peso del mal que roza nuestra
vida.
Después
de la invitación dirigida a los tres a permanecer y velar en oración, Jesús
«solo» se dirige al Padre. El evangelista san Marcos narra que él
«adelantándose un poco, cayó en tierra y rogaba que, si era posible, se alejara
de él aquella hora» (14, 35). Jesús cae rostro en tierra: es una posición de la
oración que expresa la obediencia a la voluntad del Padre, el abandonarse con
plena confianza a él. Es un gesto que se repite al comienzo de la celebración
de la Pasión, el Viernes Santo, así como en la profesión monástica y en las
ordenaciones diaconal, presbiteral y episcopal, para expresar, en la oración,
también corporalmente, el abandono completo a Dios, la confianza en él. Luego
Jesús pide al Padre que, si es posible, aparte de él aquella hora. No es sólo
el miedo y la angustia del hombre ante la muerte, sino el desconcierto del Hijo
de Dios que ve la terrible masa del mal que deberá tomar sobre sí para
superarlo, para privarlo de poder.
Queridos amigos, también nosotros, en la
oración debemos ser capaces de llevar ante Dios nuestros cansancios, el
sufrimiento de ciertas situaciones, de ciertas jornadas, el compromiso
cotidiano de seguirlo, de ser cristianos, así como el peso del mal que vemos en
nosotros y en nuestro entorno, para que él nos dé esperanza, nos haga sentir su
cercanía, nos proporcione un poco de luz en el camino de la vida.
Jesús
continúa su oración: «¡Abbá! ¡Padre!:
tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino
como tú quieres» (Mc 14, 36). En esta
invocación hay tres pasajes reveladores. Al comienzo tenemos la duplicación del
término con el que Jesús se dirige a Dios: «¡Abbá!
¡Padre!» (Mc 14, 36a). Sabemos bien
que la palabra aramea Abbá es la que
utilizaba el niño para dirigirse a su papá, y, por lo tanto, expresa la
relación de Jesús con Dios Padre, una relación de ternura, de afecto, de
confianza, de abandono. En la parte central de la invocación está el segundo
elemento: la consciencia de la omnipotencia del Padre —«tú lo puedes todo»—,
que introduce una petición en la que, una vez más, aparece el drama de la
voluntad humana de Jesús ante la muerte y el mal: «Aparta de mí este cáliz».
Hay una tercera expresión de la oración de Jesús, y es la expresión decisiva,
donde la voluntad humana se adhiere plenamente a la voluntad divina. En efecto,
Jesús concluye diciendo con fuerza: «Pero no sea como yo quiero, sino como tú
quieres» (Mc 14, 36c). En la unidad
de la persona divina del Hijo, la voluntad humana encuentra su realización
plena en el abandono total del yo en
el tú del Padre, al que llama Abbá. San Máximo el Confesor afirma que
desde el momento de la creación del hombre y de la mujer, la voluntad humana
está orientada a la voluntad divina, y la voluntad humana es plenamente libre y
encuentra su realización precisamente en el «sí» a Dios. Por desgracia, a causa
del pecado, este «sí» a Dios se ha transformado en oposición: Adán y Eva
pensaron que el «no» a Dios sería la cumbre de la libertad, el ser plenamente
uno mismo. Jesús, en el monte de los Olivos, reconduce la voluntad humana al
«sí» pleno a Dios; en él la voluntad natural está plenamente integrada en la
orientación que le da la Persona divina. Jesús vive su existencia según el
centro de su Persona: su ser Hijo de Dios. Su voluntad humana es atraída por el
yo del Hijo, que se abandona totalmente al Padre. De este modo, Jesús nos dice
que el ser humano sólo alcanza su verdadera altura, sólo llega a ser «divino»
conformando su propia voluntad a la voluntad divina; sólo saliendo de sí, sólo
en el «sí» a Dios, se realiza el deseo de Adán, de todos nosotros, el deseo de
ser completamente libres. Es lo que realiza Jesús en Getsemaní: conformando la
voluntad humana a la voluntad divina nace el hombre auténtico, y nosotros somos
redimidos.
El
Compendio
del Catecismo de la Iglesia católica
enseña
sintéticamente: «La oración de Jesús durante su agonía en el huerto de
Getsemaní y sus últimas palabras en la cruz revelan la profundidad de su
oración filial: Jesús lleva a cumplimiento el designio amoroso del Padre, y
toma sobre sí todas las angustias de la humanidad, todas las súplicas e
intercesiones de la historia de la salvación; las presenta al Padre, quien las
acoge y escucha, más allá de toda esperanza, resucitándolo de entre los
muertos» (n. 543). Verdaderamente «en ningún otro lugar de las Escrituras
podemos asomarnos tan profundamente al misterio interior de Jesús como en la
oración del monte de los Olivos» (Jesús
de Nazaret II, 186).
Queridos hermanos y hermanas, cada día en la
oración del Padrenuestro pedimos al Señor: «hágase tu voluntad en la tierra
como en el cielo» (Mt 6, 10). Es
decir, reconocemos que existe una voluntad de Dios con respecto a nosotros y
para nosotros, una voluntad de Dios para nuestra vida, que se ha de convertir
cada día más en la referencia de nuestro querer y de nuestro ser; reconocemos,
además, que es en el «cielo» donde se hace la voluntad de Dios y que la
«tierra» solamente se convierte en «cielo», lugar de la presencia del amor, de
la bondad, de la verdad, de la belleza divina, si en ella se cumple la voluntad
de Dios.
En la oración de Jesús al Padre, en aquella
noche terrible y estupenda de Getsemaní, la «tierra» se convirtió en «cielo»;
la «tierra» de su voluntad humana, sacudida por el miedo y la angustia, fue
asumida por su voluntad divina, de forma que la voluntad de Dios se cumplió en
la tierra. Esto es importante también en nuestra oración: debemos aprender a abandonarnos
más a la Providencia divina, pedir a Dios la fuerza de salir de nosotros mismos
para renovarle nuestro «sí», para repetirle que «se haga tu voluntad», para
conformar nuestra voluntad a la suya. Es una oración que debemos hacer cada
día, porque no siempre es fácil abandonarse a la voluntad de Dios, repetir el
«sí» de Jesús, el «sí» de María. Los relatos evangélicos de Getsemaní muestran
dolorosamente que los tres discípulos, elegidos por Jesús para que estuvieran
cerca de él, no fueron capaces de velar con él, de compartir su oración, su
adhesión al Padre, y fueron vencidos por el sueño. Queridos amigos, pidamos al
Señor que seamos capaces de velar con él en la oración, de seguir la voluntad
de Dios cada día incluso cuando habla de cruz, de vivir una intimidad cada vez
mayor con el Señor, para traer a esta «tierra» un poco del «cielo» de Dios.
Gracias.