BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Sala Pablo VI
Miércoles 8 de febrero de 2012
Miércoles 8 de febrero de 2012
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy quiero reflexionar con vosotros sobre la oración
de Jesús en la inminencia de la muerte, deteniéndome en lo que refieren san
Marcos y san Mateo. Los dos evangelistas nos presentan la oración de Jesús
moribundo no sólo en lengua griega, en la que está escrito su relato, sino
también, por la importancia de aquellas palabras, en una mezcla de hebreo y
arameo. De este modo, transmitieron no sólo el contenido, sino hasta el sonido
que esa oración tuvo en los labios de Jesús: escuchamos realmente las palabras
de Jesús como eran. Al mismo tiempo, nos describieron la actitud de los
presentes en el momento de la crucifixión, que no comprendieron —o no quisieron
comprender— esta oración.
Como hemos escuchado, escribe san Marcos: «Llegado el
mediodía toda la región quedó en tinieblas hasta las tres de la tarde. Y a las
tres, Jesús clamó con voz potente: “Eloí,
Eloí, lemá sabactaní?”, que significa: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?”» (15, 33-34). En la estructura del relato, la oración, el grito de
Jesús se eleva en el culmen de las tres horas de tinieblas que, desde el
mediodía hasta las tres de la tarde, cubrieron toda la tierra. Estas tres horas
de oscuridad son, a su vez, la continuación de un lapso de tiempo anterior,
también de tres horas, que comenzó con la crucifixión de Jesús. El evangelista
san Marcos, en efecto, nos informa que: «Eran las nueve de la mañana cuando lo
crucificaron» (cf. 15, 25). Del conjunto de las indicaciones horarias del
relato, las seis horas de Jesús en la cruz están articuladas en dos partes
cronológicamente equivalentes.
En las tres primeras horas, desde las nueve hasta el
mediodía, tienen lugar las burlas por parte de diversos grupos de personas, que
muestran su escepticismo, afirman que no creen. Escribe san Marcos: «Los que
pasaban lo injuriaban» (15, 29); «de igual modo, también los sumos sacerdotes,
con los escribas, entre ellos se burlaban de él» (15, 31); «también los otros
crucificados lo insultaban» (15, 32). En las tres horas siguientes, desde
mediodía «hasta las tres de la tarde», el evangelista habla sólo de las
tinieblas que cubrían toda la tierra; la oscuridad ocupa ella sola toda la
escena, sin ninguna referencia a movimientos de personajes o a palabras. Cuando
Jesús se acerca cada vez más a la muerte, sólo está la oscuridad que cubre
«toda la tierra». Incluso el cosmos toma parte en este acontecimiento: la
oscuridad envuelve a personas y cosas, pero también en este momento de
tinieblas Dios está presente, no abandona. En la tradición bíblica, la
oscuridad tiene un significado ambivalente: es signo de la presencia y de la
acción del mal, pero también de una misteriosa presencia y acción de Dios, que es
capaz de vencer toda tiniebla.
En el Libro del
Éxodo, por ejemplo, leemos: «El Señor le dijo a Moisés: “Voy a acercarme a
ti en una nube espesa”» (19, 9); y también: «El pueblo se quedó a distancia y
Moisés se acercó hasta la nube donde estaba Dios» (20, 21). En los discursos
del Deuteronomio, Moisés relata: «La
montaña ardía en llamas que se elevaban hasta el cielo entre nieblas y densas
nubes» (4, 11); vosotros «oísteis la voz que salía de la tiniebla, mientras
ardía la montaña» (5, 23). En la escena de la crucifixión de Jesús, las
tinieblas envuelven la tierra y son tinieblas de muerte en las que el Hijo de
Dios se sumerge para traer la vida con su acto de amor.
Volviendo a la narración de san Marcos,
Jesús, ante los insultos de las diversas categorías de personas, ante la
oscuridad que lo cubre todo, en el momento en que se encuentra ante la muerte,
con el grito de su oración muestra que, junto al peso del sufrimiento y de la
muerte donde parece haber abandono, la ausencia de Dios, él tiene la plena certeza
de la cercanía del Padre, que aprueba este acto de amor supremo, de donación
total de sí mismo, aunque no se escuche, como en otros momentos, la voz de lo
alto.
Al leer los
Evangelios, nos damos cuenta de que Jesús, en otros pasajes importantes de su
existencia terrena, había visto cómo a los signos de la presencia del Padre y
de la aprobación a su camino de amor se unía también la voz clarificadora de
Dios. Así, en el episodio que sigue al bautismo en el Jordán, al abrirse los
cielos, se escuchó la palabra del Padre: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me
complazco» (Mc 1, 11). Después, en la Transfiguración ,
el signo de la nube estuvo acompañado por la palabra: «Este es mi Hijo amado;
escuchadlo» (Mc 9, 7). En cambio, al
acercarse la muerte del Crucificado, desciende el silencio; no se escucha
ninguna voz, aunque la mirada de amor del Padre permanece fija en la donación
de amor del Hijo.
Pero, ¿qué significado tiene la oración de Jesús,
aquel grito que eleva al Padre: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado», la duda de su misión, de la presencia del Padre? En esta oración,
¿no se refleja, quizá, la consciencia precisamente de haber sido abandonado?
Las palabras que Jesús dirige al Padre son el inicio del Salmo 22, donde el
salmista manifiesta a Dios la tensión entre sentirse dejado solo y la
consciencia cierta de la presencia de Dios en medio de su pueblo. El salmista
reza: «Dios mío, de día te grito, y no respondes; de noche, y no me haces caso.
Porque tú eres el Santo y habitas entre las alabanzas de Israel» (vv. 3-4). El
salmista habla de «grito» para expresar ante Dios, aparentemente ausente, todo
el sufrimiento de su oración: en el momento de angustia la oración se convierte
en un grito.
Y esto sucede también en nuestra relación con el Señor:
ante las situaciones más difíciles y dolorosas, cuando parece que Dios no
escucha, no debemos temer confiarle a él el peso que llevamos en nuestro
corazón, no debemos tener miedo de gritarle nuestro sufrimiento; debemos estar
convencidos de que Dios está cerca, aunque en apariencia calle.
Al repetir desde la cruz precisamente las palabras
iniciales del Salmo, —«Elí, Elí, lemá
sabactaní?»— «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46), gritando las palabras del
Salmo, Jesús reza en el momento del último rechazo de los hombres, en el
momento del abandono; reza, sin embargo, con el Salmo, consciente de la
presencia de Dios Padre también en esta hora en la que siente el drama humano
de la muerte. Pero en nosotros surge una pregunta: ¿Cómo es posible que un Dios
tan poderoso no intervenga para evitar esta prueba terrible a su Hijo?
Es importante comprender que la oración de Jesús no es
el grito de quien va al encuentro de la muerte con desesperación, y tampoco es
el grito de quien es consciente de haber sido abandonado. Jesús, en aquel
momento, hace suyo todo el Salmo 22, el Salmo del pueblo de Israel que sufre, y
de este modo toma sobre sí no sólo la pena de su pueblo, sino también la pena
de todos los hombres que sufren a causa de la opresión del mal; y, al mismo
tiempo, lleva todo esto al corazón de Dios mismo con la certeza de que su grito
será escuchado en la
Resurrección :
«El grito en el extremo tormento es al mismo tiempo
certeza de la respuesta divina, certeza de la salvación, no solamente para
Jesús mismo, sino para “muchos”» (Jesús
de Nazaret II, p. 251). En esta oración de Jesús se encierran la extrema
confianza y el abandono en las manos de Dios, incluso cuando parece ausente,
cuando parece que permanece en silencio, siguiendo un designio que para
nosotros es incomprensible. En el Catecismo de la Iglesia católica leemos: «En el amor redentor que le unía
siempre al Padre, Jesús nos asumió desde el alejamiento con relación a Dios por
nuestro pecado hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz:
"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"» (n. 603). Su sufrimiento
es un sufrimiento en comunión con nosotros y por nosotros, que deriva del amor
y ya lleva en sí mismo la redención, la victoria del amor.
Las personas presentes al pie de cruz de Jesús no
logran entender y piensan que su grito es una súplica dirigida a Elías. En una
escena agitada, buscan apagarle la sed para prolongarle la vida y verificar si
realmente Elías venía en su ayuda, pero un fuerte grito puso fin a la vida
terrena de Jesús y al deseo de los que estaban al pie de la cruz. En el momento
extremo, Jesús deja que su corazón exprese el dolor, pero deja emerger, al
mismo tiempo, el sentido de la presencia del Padre y el consenso a su designio
de salvación de la humanidad. También nosotros nos encontramos siempre y
nuevamente ante el «hoy» del sufrimiento, del silencio de Dios —lo expresamos
muchas veces en nuestra oración—, pero nos encontramos también ante el «hoy» de
la Resurrección ,
de la respuesta de Dios que tomó sobre sí nuestros sufrimientos, para cargarlos
juntamente con nosotros y darnos la firme esperanza de que serán vencidos (cf.
Carta enc. Spe salvi, 35-40).
Queridos
amigos, en la oración llevamos a Dios nuestras cruces de cada día, con la
certeza de que él está presente y nos escucha. El grito de Jesús nos recuerda
que en la oración debemos superar las barreras de nuestro «yo» y de nuestros
problemas y abrirnos a las necesidades y a los sufrimientos de los demás. La
oración de Jesús moribundo en la cruz nos enseña a rezar con amor por tantos
hermanos y hermanas que sienten el peso de la vida cotidiana, que viven
momentos difíciles, que atraviesan situaciones de dolor, que no cuentan con una
palabra de consuelo. Llevemos todo esto al corazón de Dios, para que también
ellos puedan sentir el amor de Dios que no nos abandona nunca. Gracias