VIERNES SANTO.
PASIÓN DEL SEÑOR
VÍA CRUCIS PRESIDIDO POR EL SANTO
PADRE FRANCISCO
COLISEO
ROMA, 25 DE MARZO DE 2016
«DIOS ES MISERICORDIA»
MEDITACIONES
del
Cardenal Gualtiero
Bassetti
Arzobispo de Perugia – Città della Pieve
INTRODUCCIÓN
¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor
Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo! (2 Co 1,3)
En este Jubileo Extraordinario, el Vía Crucis del
Viernes Santo nos atrae con una fuerza particular, la de la misericordia del
Padre Celeste, que quiere derramar sobre todos nosotros su Espíritu de gracia y
de consuelo.
La misericordia es el canal de la gracia de Dios
que llega a todos los hombres y mujeres de hoy. Hombres y mujeres a menudo perdidos
y confundidos, materialistas e idólatras, pobres y solos. Miembros de una
sociedad que parece haber desterrado el pecado y la verdad.
«Volverán sus ojos hacia mí, al que traspasaron»
(Za 12,10). Que las palabras proféticas de Zacarías se cumplan también en
nosotros esta tarde. Que se eleve la mirada de nuestras infinitas miserias para
posarse sobre él, Cristo Señor, Amor misericordioso. Entonces podremos
contemplar su rostro y escuchar sus palabras: «Con amor eterno te amé» (Jr
31,3). Él, con su perdón, borra nuestros pecados y nos abre el camino de la
santidad, en el que abrazaremos nuestra cruz, junto con él, por amor a los
hermanos. La fuente que ha lavado nuestro pecado se transformará dentro de
nosotros «en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna» (Jn 4,14).
Breve pausa de
silencio
Oremos
Padre eterno,
por medio de la Pasión de tu amado
Hijo,
has querido revelarnos tu corazón
y darnos tu misericordia.
Haz que,
unidos a María, Madre suya y nuestra,
sepamos acoger y custodiar siempre el don
del amor.
Que ella, Madre de la Misericordia, te presente las oraciones que
elevamos por nosotros y por toda la humanidad,
para que la gracia de este Vía
Crucis
llegue a todos los corazones humanos
e infunda en ellos una esperanza
nueva,
esa esperanza indefectible
que irradia desde la cruz de Jesús,
que vive
y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo por los siglos de los siglos.
Amén.
Primera Estación.
Jesús es condenado a muerte
V. Adoramus te, Christe, et
benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Lectura del Evangelio según san Marcos (15, 14-15)
Pilato les dijo: «Pues ¿qué mal ha hecho?». Ellos
gritaron más fuerte: «Crucifícalo». Y Pilato, queriendo complacer a la gente,
les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo
crucificaran.
Jesús está solo ante el poder de este mundo. Y se
somete hasta el final a la justicia de los hombres. Pilato se encuentra ante un
misterio que no llega a comprender. Se interroga y pide explicaciones. Busca
una solución y llega, posiblemente, hasta el umbral de la verdad. Pero decide
no cruzarlo. Entre la vida y la verdad escoge la propia vida. Entre el hoy y la
eternidad elige el hoy.
La muchedumbre elige a Barrabás y abandona a
Jesús. La gente quiere la justicia de la tierra y opta por el justiciero: aquel
que podría liberarles de la opresión y del yugo de la esclavitud. Pero la
justicia de Jesús no se cumple con una revolución: pasa a través del escándalo
de la cruz. Jesús desbarata cualquier plan de liberación porque toma sobre sí
el mal del mundo y no responde al mal con el mal. Y esto los hombres no lo
entienden. No entienden que la justicia de Dios pueda derivarse de una derrota
del hombre.
Cada uno de nosotros forma parte hoy de la
muchedumbre que grita: «¡Crucifícale!». Nadie puede sentirse excluido. La
muchedumbre y Pilato, en efecto, están dominados por una sensación interior que
acomuna a todos los hombres: el miedo. El miedo a perder las propias
seguridades, los propios bienes, la propia vida. Pero Jesús señala otro camino.
Señor Jesús,
cómo nos sentimos semejantes a estos
personajes.
¡Cuánto miedo hay en nuestra vida!
Tenemos miedo del diferente, del
extranjero, del emigrante.
Nos causa temor el futuro, los imprevistos, la
miseria.
Cuánto miedo hay en nuestras familias, en los lugares de trabajo, y en
nuestras ciudades…
Y, tal vez, tenemos miedo también de Dios: miedo del juicio
divino, que nace de la poca fe, de no conocer su corazón y de las dudas sobre
su misericordia.
Señor Jesús, condenado por el miedo de los hombres, líbranos
del temor de tu juicio.
Haz que el grito de nuestras angustias no nos impida
sentir la dulce fuerza de tu invitación: «¡No tengáis miedo!».
__________
Todos:
Pater noster, qui es in
cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut
in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis
debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas
in tentationem;
sed libera nos a malo. Amen.
Stabat Mater dolorosa
iuxta crucem lacrimosa,
dum
pendebat Filius.
Segunda estación.
Jesús con la cruz a cuestas
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Lectura del Evangelio según san Marcos (15,20)
Terminada la burla, le quitaron la púrpura y le
pusieron su ropa. Y lo sacan para crucificarlo.
El miedo ha emitido la sentencia, pero no puede
desvelarse y se esconde detrás de las actitudes del mundo: escarnio,
humillación, violencia y burla. Ahora Jesús está revestido con sus ropas, con
su sola humanidad, dolorosa y sangrante, sin púrpura, ni ningún signo de su
divinidad. Y así lo presenta Pilato: «Ecce homo!» (Jn 19,5).
Esta es la condición de todo el que se pone a
seguir a Cristo. El cristiano no busca el aplauso del mundo o la aprobación de
la calle. El cristiano no adula y no dice mentiras para conquistar el poder. El
cristiano acepta el escarnio y la humillación a causa del amor y de la verdad.
«¿Qué es la verdad?» (Jn 18,38), preguntó Pilato a
Jesús. Esta es la pregunta de todos los tiempos. Es la pregunta de hoy. Aquí
está la verdad: la verdad del Hijo del hombre predicho por los profetas (cf. Is
52,13-53,12), un rostro humano desfigurado que desvela la fidelidad de Dios.
En cambio, demasiado a menudo, buscamos la verdad
a bajo precio, que se acomode a nuestra vida, que responda a nuestras
inseguridades o incluso que satisfaga nuestros intereses más bajos. De este
modo, terminamos conformándonos con verdades parciales o aparentes, dejándonos
engañar por «profetas de desventura que anuncian siempre lo peor» (san Juan
XXIII) o por hábiles flautistas que anestesian nuestro corazón con músicas
sugerentes que nos alejan del amor de Cristo.
El Verbo de Dios se ha hecho hombre,
Vino a
enseñarnos la verdad toda entera, sobre Dios y el hombre.
Dios es aquel que
toma la cruz sobre sus hombros (cf. Jn 19,17)
y se encamina por la vía del don
misericordioso de sí mismo.
Y el hombre que se realiza en la verdad es aquel
que lo sigue en ese mismo camino.
Señor Jesús, concédenos contemplarte en la
teofanía de la cruz, el punto más alto de tu revelación, y de reconocer también
en el esplendor misterioso de tu rostro los rasgos de nuestro rostro.
Todos:
Pater noster, qui es in
cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut
in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis
debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas
in tentationem;
sed libera nos a malo. Amen.
Cuius animam gementem,
contristatam et
dolentem
pertransivit gladius
Tercera Estación.
Jesús cae por primera vez
V. Adoramus te, Christe, et
benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum.
Lectura del profeta Isaías (53, 4.7)
Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó
nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado.
Maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría la boca: como cordero
llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la
boca.
Jesús es el Cordero, predicho por el profeta, que
ha cargado sobre sus hombros el pecado de toda la humanidad. Se ha hecho cargo
de la debilidad del amado, de sus dolores y delitos, de sus iniquidades y
maldiciones. Hemos llegado al punto extremo de la encarnación del Verbo. Pero
hay un punto aún más bajo: Jesús cae bajo el peso de esta cruz. ¡Un Dios que
cae¡
En esta caída está Jesús que da sentido al
sufrimiento de los hombres. El sufrimiento para el hombre es a veces un
absurdo, incomprensible para la mente, presagio de muerte. Hay sufrimientos que
parecen negar el amor de Dios. ¿Dónde está Dios en los campos de exterminio?
¿Dónde está Dios en las minas y en las fábricas donde trabajan los niños como
esclavos? ¿Dónde está Dios en las pateras que se hunden en el Mediterráneo?
Jesús cae bajo el peso de la cruz, pero no queda
aplastado. Cristo está allí, descartado entre los descartados, último entre los
últimos. Náufrago entre los náufragos.
Dios se hace cargo de todo eso. Un Dios que por
amor renuncia a mostrar su omnipotencia. Pero que así, precisamente así, caído
en tierra como grano de trigo, Dios es fiel a sí mismo: fiel en el amor.
Te rogamos, Señor,
por todos esos sufrimientos que
parecen no tener sentido,
por los judíos muertos en los campos de
exterminio,
por los cristianos asesinados por odio a la fe,
por las víctimas de
toda persecución,
por los niños esclavizados en el trabajo,
por los inocentes
que mueren en las guerras.
Haznos comprender, Señor, cuánta libertad y fuerza
interior hay en esta inédita revelación de tu divinidad, tan humana como para
caer bajo el peso de la cruz de los pecados del hombre, tan divinamente
misericordiosa como para derrotar el mal que nos oprimía.
Todos:
Pater noster, qui es in
cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut
in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis
debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas
in tentationem;
sed libera nos a malo. Amen.
O quam tristis et afflicta
fuit illa
benedicta
Mater Unigeniti!
CUARTA ESTACIÓN.
Jesús encuentra a su Madre
V. Adoramus te, Christe,
et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum.
Lectura del Evangelio según san Lucas (2,
34-35.51)
Simeón los bendijo diciendo a María, su madre:
«Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será
como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y
a ti, una espada te traspasará el alma». Su madre conservaba todo esto en su
corazón.
Dios ha querido que la vida venga al mundo a
través del dolor del parto: a través del sufrimiento de una madre que da la
vida al mundo. Todos necesitan una Madre, también Dios. «El Verbo se hizo
carne» (Jn 1,14) en el seno de una Virgen. María lo acogió, lo dio a luz en
Belén, lo envolvió en pañales, lo protegió y lo hizo crecer con el calor de su
amor, y lo acompañó hasta su «hora».
Ahora, a los pies del Calvario, se cumple la
profecía de Simeón: una espada le atraviesa el corazón. María ve al Hijo,
desfigurado y exánime bajo el peso de la cruz. Ojos dolorosos, los de la Madre,
partícipe hasta el extremo en el dolor del Hijo, pero también ojos llenos de
esperanza, que, desde el día de su «sí» al anuncio del ángel (cf. Lc 1,26-38)
no han dejado de reflejar esa luz divina que brilla también en este día de
sufrimiento.
María es esposa de José y madre de Jesús. Hoy como
siempre la familia es el corazón palpitante de la sociedad; célula
irrenunciable de la vida común; clave de bóveda insustituible de las relaciones
humanas; amor para siempre que salvará al mundo.
María es mujer y madre. Genio femenino y ternura.
Sabiduría y caridad. María, como madre de todos, «es signo de esperanza para
los pueblos que sufren dolores de parto», y «como una verdadera madre, ella
camina con nosotros, lucha con nosotros, y derrama incesantemente la cercanía
del amor de Dios» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 286).
Oh María, Madre del Señor,
Tú fuiste para tu
divino Hijo el primer reflejo de la misericordia de su Padre,
aquella
misericordia que le pediste que manifestara en Caná.
Ahora que tu Hijo nos
revela el Rostro del Padre hasta las últimas consecuencias del amor,
caminas en
silencio tras sus huellas, como primera discípula de la cruz.
Oh María, Virgen
fiel,
cuida de todos los huérfanos de la Tierra,
protege a todas las mujeres
explotadas y maltratadas.
Suscita mujeres valerosas para el bien de la
Iglesia.
Inspira a cada madre para que eduque a sus hijos en la ternura del
amor de Dios,
y que, en el momento de la prueba, los acompañen en su camino
con
la fuerza silenciosa de su fe.
Todos:
Pater noster, qui es in
cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut
in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis
debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas
in tentationem;
sed libera nos a malo. Amen.
Quœ mœrebat et dolebat
pia
Mater, dum videbat
Nati pœnas incliti.
QUINTA ESTACIÓN.
El Cirineo ayuda a Jesús a llevar
la cruz
V. Adoramus te, Christe,
et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum.
Lectura del Evangelio según san Marcos (15, 21-22)
Y a uno que pasaba, de vuelta del campo, a Simón
de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo, lo forzaron a llevar la cruz. Y
llevaron a Jesús al Gólgota, que quiere decir lugar de «La Calavera».
En la historia de la salvación aparece un hombre
desconocido. A Simón de Cirene, un trabajador que volvía del campo, lo obligan
a llevar la cruz. Y la gracia del amor de Cristo, que pasa a través de aquella
cruz, actúa en primer lugar en él. Y Simón, forzado a llevar un peso a
regañadientes, llegará a ser discípulo del Señor.
Cuando el sufrimiento toca a la puerta nunca es
bien recibido. Se presenta siempre como una imposición, a veces incluso como
una injusticia. Y nos puede encontrar dramáticamente desprevenidos. Una
enfermedad puede acabar con nuestros proyectos de vida. Un niño discapacitado
puede perturbar el sueño de una maternidad anhelada. Esa tribulación no buscada
llama sin embargo con prepotencia al corazón del hombre. ¿Cómo reaccionamos
frente al sufrimiento de una persona amada? ¿Cuánto nos preocupa el grito de
quien sufre pero vive lejos de nosotros?
El Cireneo nos ayuda a entrar en la fragilidad del
alma humana y nos descubre otro aspecto de la humanidad de Jesús. Hasta el Hijo
de Dios tuvo necesidad de alguien que lo ayudara a llevar la cruz. ¿Quién es el
Cireneo? Es la misericordia de Dios presente en la historia de los seres
humanos. Dios se ensucia las manos con nosotros, con nuestros pecados y
fragilidades. No se avergüenza. Y no nos abandona.
Señor Jesús,
te damos gracias por este don que
supera todo deseo y nos desvela tu misericordia.
Tú nos has amado, no sólo
hasta darnos la salvación, sino hasta hacernos instrumentos de
salvación.
Mientras tu cruz da sentido a todas nuestras cruces, a nosotros se
nos da la gracia más grande de la vida:
participar activamente en el misterio
de la redención,
ser instrumentos de salvación para nuestros
hermanos.
Todos:
Pater noster, qui es in
cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut
in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis
debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas
in tentationem;
sed libera nos a malo. Amen.
Quis est homo qui non
fleret,
Matrem Christi si videret
in tanto supplicio?
SEXTA ESTACIÓN.
La Verónica enjuga el rostro de
Jesús
V. Adoramus te, Christe,
et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum.
Lectura del profeta Isaías (53, 2-3)
Sin figura, sin belleza. Lo vimos sin aspecto
atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores,
acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultaban los rostros, despreciado
y desestimado.
Entre la agitada multitud que contempla la subida
de Jesús al Calvario, aparece Verónica, una mujer sin rostro, sin historia. Y,
sin embargo, una mujer valiente, dispuesta a escuchar al Espíritu y seguir sus
inspiraciones, capaz de reconocer la gloria del Hijo de Dios en el rostro
desfigurado de Jesús, y percibir su invitación: «Vosotros, los que pasáis por
el camino, mirad y ved si hay dolor como el dolor que me atormenta» (Lm 1,12).
El amor que encarna esta mujer nos deja sin
palabras. El amor le da fuerzas para desafiar a los guardias, para atravesar la
multitud, para acercarse al Señor y realizar un gesto de compasión y de fe:
detener el flujo de sangre de las heridas, enjugar las lágrimas del dolor,
contemplar aquel rostro desfigurado, detrás del cual se esconde el rostro de
Dios.
Instintivamente huimos del sufrimiento, porque el
sufrimiento nos repugna. Cuántas veces, cuando nos encontramos con tantos
rostros desfigurados por las aflicciones de la vida miramos a otro lado. ¿Cómo
no ver el rostro del Señor en los millones de prófugos, refugiados y
desplazados que huyen desesperados del horror de la guerra, de las
persecuciones y de las dictaduras? Para cada uno de ellos, con su rostro
irrepetible, Dios se manifiesta siempre como un valiente rescatador. Como
Verónica, la mujer sin rostro, que enjugó amorosamente el rostro de Jesús.
«Tu rostro buscaré, Señor» (Sal 27,8).
Ayúdame a
encontrarlo en los hermanos que recorren la vía del dolor y de la
humillación.
Haz que sepa enjugar las lágrimas y la sangre de los vencidos de toda
época,
de los que la sociedad rica y despreocupada descarta sin escrúpulo.
Haz
que detrás de cada rostro, también el del hombre más abandonado, sepa descubrir
tu rostro de belleza
infinita.
Todos:
Pater noster, qui es in
cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut
in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis
debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas
in tentationem;
sed libera nos a malo. Amen.
Quis non posset
contristari,
Christi Matrem contemplari
dolentem cum Filio?
Séptima Estación.
Jesús cae por segunda vez
V. Adoramus te, Christe,
et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum.
Lectura del profeta Isaías (53,5)
Fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado
por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices
nos curaron.
Jesús cae de nuevo. Aplastado pero no aniquilado
por el peso de la cruz. Una vez más, descubre su humanidad. Es una experiencia
al límite de la impotencia, de vergüenza ante quienes lo afrentan, de
humillación ante quienes habían esperado en él. Nadie quisiera nunca caer por
tierra y experimentar el fracaso. Especialmente delante de otras personas.
Con frecuencia los hombres se rebelan contra la
idea de no tener poder, de no ser capaces de llevar adelante la propia vida.
Jesús, en cambio, encarna el «poder de los sin poder». Experimenta el tormento
de la cruz y la fuerza salvadora de la fe. Sólo Dios puede salvarnos. Sólo él
puede transformar un signo de muerte en una cruz gloriosa.
Si Jesús ha caído en tierra por segunda vez por el
peso de nuestros pecados, aceptemos entonces que también nosotros caemos, que
hemos caído, que aún podemos caer por nuestros pecados. Reconozcamos que no
podemos salvarnos por nosotros mismos, con nuestras propias fuerzas.
Señor Jesús, que has aceptado la humillación de
caer de nuevo bajo la mirada de todos:
quisiéramos contemplarte no sólo cuando
estás en el polvo,
sino fijar en ti nuestra mirada,
desde la misma situación,
también nosotros por tierra, caídos por nuestras debilidades.
Haznos tomar
conciencia de nuestro pecado,
la voluntad de volver a levantarse que nace del
dolor.
Da a toda tu Iglesia la conciencia del sufrimiento.
Ofrece en particular
a los ministros de la Reconciliación el don de las lágrimas por sus
pecados.
¿Cómo podrán invocar sobre los demás y sobre sí mismos tu misericordia
si no saben primero llorar sus propias culpas?
_________
Todos:
Pater noster, qui es in
cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut
in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis
debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas
in tentationem;
sed libera nos a malo. Amen.
Pro peccatis suœ gentis
vidit
Iesum in tormentis
et flagellis subditum.
Octava Estación.
Jesús encuentra a las mujeres de
Jerusalén
V. Adoramus te, Christe,
et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum.
Lectura del Evangelio según san Lucas (23,27-28)
Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres
que se golpeaban el pecho y lanzaban lamentos por él. Jesús se volvió hacia
ellas y les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y
por vuestros hijos».
Jesús, aunque está desgarrado por el dolor y busca
refugio en el Padre, siente compasión del pueblo que lo seguía y se dirige
directamente a las mujeres que lo están acompañando en el camino del Calvario.
Y hace un enérgico llamamiento a la conversión.
«No lloréis por mí», dice el Nazareno, porque yo
estoy haciendo la voluntad del Padre, sino llorad por vosotras por todas las
veces que no hacéis la voluntad de Dios.
Es el Cordero de Dios el que habla y que, llevando
sobre sus hombros el pecado del mundo, purifica los ojos de estas hijas, que ya
se dirigen hacia él, aunque de modo imperfecto. «¿Qué tenemos que hacer?»,
parece gritar el llanto de estas mujeres delante del Inocente. Es la misma pregunta
que la multitud le hizo al Bautista (cf. Lc 3,10) y que repiten luego quienes
escuchan a Pedro después de Pentecostés, sintiéndose traspasado el corazón:
«¿Qué tenemos que hacer?» (Hch 2,37).
La respuesta es simple y precisa: «Convertíos».
Una conversión personal y comunitaria: «Rezad unos por otros para que os
curéis» (St 5,16). No hay conversión sin caridad. Y la caridad es el modo de
ser Iglesia.
Señor Jesús,
que tu gracia sostenga nuestro camino
de conversión para regresar a ti,
en comunión con nuestros hermanos,
por
quienes te pedimos nos des tus mismas entrañas de misericordia,
entrañas
maternas que nos hagan capaces de sentir unos por otros ternura y compasión.
y
de llegar a entregarnos por la salvación del prójimo.
_________
Todos:
Pater noster, qui es in
cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut
in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis
debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas
in tentationem;
sed libera nos a malo. Amen.
Eia, Mater, fons amoris,
me
sentire vim doloris
fac, ut tecum lugeam.
Novena Estación
Jesús cae por tercera vez
V. Adoramus te, Christe,
et benedicimus tibi.
R. Quia
per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Lectura de la
carta del Apóstol Pablo a los Filipenses (2,6-7)
Él, siendo de condición divina, no retuvo
ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la
condición de esclavo, hecho semejante a los hombres.
Jesús cae por tercera vez. El Hijo de Dios
experimenta hasta las últimas consecuencias la condición humana. Con esta caída
entra aún más plenamente en la historia de la humanidad. Y acompaña en todo
momento a la humanidad que sufre. «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta
el final de los tiempos» (Mt 28, 21).
¡Cuántas veces los hombres y las mujeres caen por
tierra! ¡Cuántas veces los hombres, las mujeres y los niños sufren por la familia
dividida! ¡Cuántas veces los hombres y las mujeres piensan que no tienen más
dignidad porque no tienen un trabajo! ¡Cuántas veces los jóvenes están
obligados a vivir una vida precaria y pierden la esperanza en el futuro!
El hombre que cae, y que contempla al Dios que
cae, es el hombre que puede finalmente admitir su debilidad e impotencia ya sin
temor y desesperación, precisamente porque también Dios lo ha experimentado en
su Hijo. Es gracias a la misericordia que Dios se ha abajado hasta este punto, hasta
estar tendido en el polvo del camino. Polvo mojado por el sudor de Adán y la
sangre de Jesús y de todos los mártires de la historia; polvo bendecido por las
lágrimas de tantos hermanos que murieron por la violencia y la explotación del
hombre por el hombre. A este polvo bendito, ultrajado, violado y depredado por
el egoísmo humano, el Señor ha reservado su último abrazo.
Señor Jesús,
postrado sobre esta tierra
reseca,
estás cerca de todos los hombres que sufren
e infundes en sus corazones
la fuerza para volver a levantarse.
Te pido, Dios de la misericordia,
por todos
los que se encuentran postrados por tierra por tantos motivos:
pecados
personales, matrimonios fracasados, soledad,
pérdida del trabajo, dramas
familiares, angustia por el futuro.
Hazles sentir que tú no estás lejos de cada
uno de ellos,
porque el más próximo a ti, que eres la misericordia
encarnada,
es el hombre que más siente la necesidad del perdón
y sigue
esperando contra toda esperanza.
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Todos:
Pater noster, qui es in
cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut
in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis
debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas
in tentationem;
sed libera nos a malo. Amen.
Fac, ut ardeat cor meum
in
amando Christum Deum,
ut sibi complaceam.
Décima Estación
Jesús es despojado de sus
vestiduras
V. Adoramus te, Christe,
et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum.
Lectura del Evangelio según san Marcos (15,24)
Después lo crucificaron. Los soldados se
repartieron sus vestiduras, sorteándolas para ver qué le tocaba a cada uno.
A los pies de la cruz, bajo el crucificado y los
ladrones que sufren, están los soldados que se disputan las vestiduras de
Jesús. Es la banalidad del mal.
La mirada de los soldados es ajena a este
sufrimiento y distante de la historia que los rodea. Parece que lo que está
sucediendo no les afecta. Mientras el Hijo de Dios padece los suplicios de la
cruz, ellos, sin inmutarse, siguen llevando una vida dominada por las pasiones.
Esta es la gran paradoja de la libertad que Dios ha concedido a sus hijos. Ante
la muerte de Jesús, cada hombre puede elegir: o contemplar a Cristo o «echar a
suertes».
Es enorme la distancia que separa al Crucificado
de sus verdugos. El interés mezquino por las vestiduras no les permite percibir
el sentido de aquel cuerpo inerme y despreciado, escarnecido y maltratado, en
el que se cumple la divina voluntad de salvación de la humanidad entera.
Aquel cuerpo que el Padre ha «preparado» para el
Hijo (cf. Sal 40, 7; Hb 10, 5) expresa ahora el amor del Hijo por el Padre y el
don total de Jesús a los hombres. Aquel cuerpo despojado de todo, menos del
amor, encierra en sí el inmenso dolor de la humanidad y habla de todas sus
heridas. Sobre todo de las más dolorosas: las llagas de los niños profanados en
su intimidad.
Aquel cuerpo mudo y sangrante, flagelado y
humillado, indica el camino de la justicia. La justicia de Dios que transforma
el sufrimiento más atroz en la luz de la resurrección.
Señor Jesús:
Quiero presentar ante ti a toda la
humanidad dolorida.
Los cuerpos de hombres y mujeres, de niños y ancianos, de
enfermos y discapacitados oprimidos en su dignidad. Cuántas violencias a lo
largo de la historia de esta humanidad han golpeado lo que el hombre tiene como
más suyo, algo sagrado y bendito porque procede de Dios.
Te pedimos, Señor, por
quien ha sido violado en su intimidad.
Por quien no comprende el misterio de su
propio cuerpo, por quien no lo acepta o desfigura su belleza,
por quien no
respeta la debilidad y la sacralidad del cuerpo que envejece y muere.
Y que un
día resucitará.
Todos:
Pater noster, qui es in
cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut
in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis
debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas
in tentationem;
sed libera nos a malo. Amen
Sancta Mater, istud agas,
crucifixi fige
plagas
cordi meo valide.
UNDÉCIMA ESTACIÓN.
Jesús es clavado en la cruz
V. Adoramus te, Christe, et
benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Lectura del Evangelio según san Lucas (23, 39-43)
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba,
diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero
el otro lo increpaba, diciéndole: «¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la
misma pena que él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras
culpas, pero él no ha hecho nada malo». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando
vengas a establecer tu Reino». Él le respondió: «Yo te aseguro que hoy estarás
conmigo en el Paraíso».
Jesús está en la cruz, «árbol fecundo y glorioso»,
«tálamo, trono y altar» (Himno Vexila Regis). Y desde lo alto de este trono,
punto de atracción del todo el universo (cf. Jn 12,32), perdona a quienes lo
crucifican «porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Sobre la cruz de Cristo,
«balanza del gran rescate» (Himno Vexila Regis), resplandece una omnipotencia
que se despoja, una sabiduría que se abaja hasta la locura, un amor que se
ofrece en sacrificio.
A la derecha y a la izquierda de Jesús están los
dos malhechores, probablemente dos asesinos. Estos dos malhechores interpelan
al corazón de todo hombre porque muestran dos modos diferentes de estar en la
cruz: el primero maldice a Dios, el segundo reconoce a Dios en esa cruz. El
primer malhechor propone la solución más cómoda para todos. Propone una
salvación humana y su mirada está dirigida hacia abajo. La salvación para él
significa escapar de la cruz y acabar con el sufrimiento. Es la lógica de la
cultura del descarte. Pide a Dios eliminar todo lo que no es útil ni digno de
ser vivido.
El segundo malhechor, sin embargo, no negocia una
solución. Propone una salvación divina y su mirada está dirigida totalmente al
cielo. Para él, la salvación significa aceptar la voluntad de Dios incluso en
las peores condiciones. Es el triunfo de la cultura del amor y del perdón.
Es la locura de la cruz ante la cual toda sabiduría
humana desaparece y queda en silencio.
Tú, crucificado por amor,
Dame ese perdón tuyo
que olvida y esa misericordia que recrea.
Hazme experimentar en cada
confesión
la gracia que me ha creado a tu imagen y semejanza,
y que me recrea
cada vez que pongo mi vida,
con todas sus miserias, en las manos
misericordiosas del Padre.
Que tu perdón resuene en mí como certeza del amor
que me salva,
me renueva y me hace estar contigo para siempre.
Entonces seré de
verdad un malhechor bienaventurado
y cada perdón tuyo será como pregustar ya
desde ahora el Paraíso,.
Todos
Pater noster, qui es in
cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut
in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis
debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas
in tentationem;
sed libera nos a malo. Amen.
Tui Nati
vulnerati,
tam dignati pro me pati,
pœnas mecum divide.
DUODÉCIMA ESTACIÓN.
Jesús muere en la cruz
V. Adoramus te, Christe,
et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum.
Lectura del Evangelio según san Marcos (15,33-39)
Al mediodía, se oscureció toda la tierra hasta las
tres de la tarde; y a esa hora, Jesús exclamó en alta voz: «Eloi, Eloi, lamá
sabactani», que significa: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».
Algunos de los que se encontraban allí, al oírlo, dijeron: «Está llamando a
Elías». Uno corrió a mojar una esponja en vinagre y, poniéndola en la punta de
una caña le dio de beber, diciendo: «Vamos a ver si Elías viene a bajarlo».
Entonces Jesús, dando un grito, expiró. El velo del Templo se rasgó en dos, de
arriba abajo. Al verlo expirar así, el centurión que estaba frente a él,
exclamó: «¡Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios!».
Oscuridad a mediodía: está ocurriendo algo
totalmente inaudito e imprevisto sobre la tierra, pero que no pertenece sólo a
la tierra. El hombre mata a Dios. El Hijo de Dios ha sido crucificado como un
malhechor.
Jesús se dirige al Padre gritando las primeras
palabras del Salmo 22. Es el grito del sufrimiento y de la desolación, pero es
también el grito de la completa «confianza de la victoria divina» y de la
«certeza de la gloria» (Benedicto XVI, Catequesis, 14 septiembre 2011).
El grito de Jesús es el grito de todo crucificado
en la historia, del abandonado y del humillado, del mártir y del profeta, del
calumniado y del condenado injustamente, de quien sufre el exilio o la cárcel.
Es el grito de la desesperación humana que desemboca, sin embargo, en la
victoria de la fe que transforma la muerte en vida eterna. «Contaré tu fama a
mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré» (Sal 22,23).
Jesús muere en la cruz. ¿Es la muerte de Dios? No,
es la celebración más sublime del testimonio de la fe.
El siglo XX ha sido definido como el siglo de los
mártires. Ejemplos como los de Maximiliano Kolbe y Edith Stein reflejan una luz
inmensa. Pero todavía hoy el cuerpo de Cristo está crucificado en muchas
regiones de la tierra. Los mártires del siglo XXI son los verdaderos apóstoles
del mundo contemporáneo.
En la gran oscuridad se enciende la fe: «¡Verdaderamente,
este hombre era Hijo de Dios!», porque quien muere así, transformando en
esperanza de vida la desesperación de la muerte, no puede ser simplemente un
hombre.
El crucificado es la ofrenda total.
No se ha
reservado nada, ni un retazo de su vestidura, ni una gota de su sangre, ni la
Madre.
Ha dado todo: «Consummatum est».
Cuando no se tiene nada más para dar,
porque se ha dado todo,
entonces se es capaz de dar verdaderamente.
Despojado,
desnudo, consumido por las llagas, por la sed del abandono, por los
improperios:
no tiene ya figura de hombre.
Dar todo: eso es la caridad.
Donde
termina lo mío, comienza el paraíso.
(don Primo Mazzolari)
Todos:
Pater noster, qui es in
cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut
in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis
debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas
in tentationem;
sed libera nos a malo. Amen.
Vidit suum
dulcem. Natum
moriendo desolatum,
dum emisit spiritum.
Decimotercera Estación.
Jesús es bajado de la cruz
V. Adoramus te, Christe, et
benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Lectura del Evangelio según san Marcos
(15,42-43.46a)
Al anochecer, como era el día de la Preparación,
víspera del sábado, vino José de Arimatea, miembro noble del Sanedrín, que
también aguardaba el reino de Dios; se presentó decidido ante Pilato y le pidió
el cuerpo de Jesús. Este compró una sábana y, bajando a Jesús, lo envolvió en
la sábana.
José de Arimatea recibe a Jesús antes de haber
visto su gloria. Lo recibe como un derrotado. Como un malhechor. Como un
excluido. Pide el cuerpo a Pilato para impedir que sea arrojado en una fosa
común. José arriesga su reputación y, tal vez también, como Tobit, su propia
vida (cf. Tb 1,15-20). La valentía de José, sin embargo, no es la audacia de
los héroes en la batalla. La valentía de José es la fuerza de la fe. Una fe que
se hace acogida, gratuidad y amor. En una palabra: caridad.
El silencio, la sencillez y la sobriedad con la
que José se acerca al cuerpo de Jesús contrasta con la ostentación, la
banalización y la fastuosidad de los funerales de los poderosos de este mundo.
Su testimonio nos recuerda, en cambio, a todos aquellos cristianos que, también
en nuestros días, siguen arriesgando su propia vida por un funeral.
¿Quién podía recibir el cuerpo sin vida de Jesús
más que aquella que le había dado la vida? Podemos imaginar los sentimientos de
María cuando lo recibe en sus brazos; ella, que creyó en las palabras del ángel
y guardaba todo en su corazón.
María, mientras abraza a su hijo exánime, repite
de nuevo su «fiat». Es el drama y la prueba de la fe. Ninguna creatura lo ha
sufrido tanto como María, la madre que, al pie de la cruz, nos ha engendrado a la
fe.
Repetía la oración del mundo:
«Padre, Abbá, si es
posible…».
Sólo un ramito de olivo
oscilaba sobre su
cabeza
al viento silencioso…
Ni siquiera una espina
le quitaste de la corona.
Traspasado también el pensamiento
no puede, no puede allá arriba,
no puede el pensamiento dejar de sangrar.
Y ni siquiera una mano
le desclavaste del
madero:
para que se limpiara de los ojos
la sangre
y le fuera concedido
mirar allí al menos a la
Madre
sola…
Hasta los poderosos
y maestros de crueldad
y la gente, al verlo
se cubrían el rostro
y él fluctuaba en una nube:
dentro de la nube del divino abandono.
Y después, sólo después.
Tú y nosotros a devolverle la vida.
(Padre
Turoldo)
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Todos:
Pater noster, qui es in
cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut
in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis
debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas
in tentationem;
sed libera nos a malo. Amen.
Fac me tecum pie flere.
Crucifixo condolere.
Donec
ego vixero.
Decimocuarta Estación.
Jesús es puesto en el
sepulcro
V. Adoramus te, Christe, et
benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Lectura del Evangelio según san Mateo (27, 59-60)
José, tomando el cuerpo de Jesús, lo envolvió en
una sábana limpia, lo puso en su sepulcro nuevo que se había excavado en la
roca, rodó una piedra grande a la entrada del sepulcro y se marchó.
Mientras José sella la tumba de Jesús, él
desciende a los infiernos y abre sus puertas de par en par.
Lo que la Iglesia occidental llama «descenso a los
infiernos», la Iglesia oriental lo celebra ya como Anastasis, es decir,
«Resurrección». Así es como las Iglesias hermanas comunican al hombre la plena
Verdad de este único Misterio: «Esto dice el Señor Dios: Yo mismo abriré
vuestros sepulcros, y os sacaré de ellos, pueblo mío. Pondré mi espíritu en
vosotros y viviréis» (Ez 37,12.14).
Tu Iglesia, Señor, canta cada mañana: «Por la
entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo
alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte» (Lc
1,78-79).
El hombre, deslumbrado por unas luces que tienen
el color de las tinieblas, empujado por las fuerzas del mal, hizo rodar una gran
piedra y te ha encerrado en el sepulcro. Pero nosotros sabemos que tú, Dios
humilde, en el silencio en el que nuestra libertad te ha depuesto, estás más
activo que nunca, generando nueva gracia en el hombre que amas. Entra, pues, en
nuestros sepulcros: enciende de nuevo la llama de tu amor en el corazón de todo
hombre, en el seno de toda familia, en el camino de cada pueblo.
Oh Cristo Jesús,
todos caminamos hacia nuestra
muerte
y nuestra tumba.
Permítenos detenernos en espíritu
junto a tu
sepulcro.
Que el poder de la vida
que se ha manifestado en él
traspase nuestros
corazones.
Que esta vida sea la luz
de nuestra peregrinación terrena.
(San Juan
Pablo II)
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Todos:
Pater noster, qui es in
cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut
in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis
debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas
in tentationem;
sed libera nos a malo. Amen.
Quando corpus morietur,
fac, ut animæ
donetur
Paradisi gloria. Amén.
OFICINA PARA LAS CELEBRACIONES LITÚRGICAS DEL SUMO PONTÍFICE