Via Crucis, compuesto por Ernestina de Champourcin
Es obra de la poetisa Ernestina de Champourcin, que lo publicó
en el poemario ‘Presencia a oscuras’
(1952). Ernestina
de Champourcín Morán de Loredo, Vitoria, 10 de julio de 1905 -
Madrid, 27 de marzo de 1999; poeta española, discípula de Juan Ramón Jiménez,
perteneciente a la Generación del 27.
I. Jesús es condenado a muerte
No tengo palabras que decirte... Serían inútiles y me asusta
lastimarte de nuevo. Voy a condenarme yo misma contigo, pues sólo quien acepta
la sentencia que tú sufriste obtendrá la gracia de seguir tus huellas, de morir
a sí mismo y contigo, de resucitar en Ti.
Fuiste condenado a muerte para que aprendiéramos a aceptar
nuestro destino. Enséñanos a seguirte, a no apartarnos un momento de tu senda,
a morir poco a poco a tu lado.
II. Jesús es cargado con la Cruz
Sea mi Cruz la que Tú me escogiste. Quiero recibirla de tus
manos, que me darán también fuerza para sostenerla, júbilo para ocultarla y
amor para sonreír bajo su peso, como si llevase en mis hombros un rosal
perfumado.
No temo el dolor porque Tú vas delante de mí. Tus pies liman las
asperezas del camino y señalan el atajo por donde Tú pasaste, la ruta inefable
que te condujo a la gloria del Padre y que dejaste abierta para todos. ¡Sea
nuestra Cruz, Señor, la que Tú has dispuesto!
III. Primera caída
¿Qué piedra te detiene? ¿Qué obstáculo te hace tropezar a Ti,
decidido a apurar el cáliz hasta la última hez? Caíste abrumado por un peso más
grande que el de esa cruz, un peso agobiante, implacable. Toda la humanidad
sobre tus hombros frágiles, consumiéndolos, despojándolos de su energía.
Y hay un momento en que la tierra áspera es un alivio para tus
sienes que laten descompasadas; un momento en que el polvo, más compasivo que
los hombres, restaña tu sudor y tu sangre.
Aquel suelo agrietado debió de esponjarse dulcemente al
recibirte, soñando ser, para Ti, una mullida y fragante pradera.
IV. A María en su encuentro con Jesús
Tu llanto silencioso cae lentamente, apretadamente -grueso rocío
nocturno, sin revolar de pájaros ni temblor de frondas-, lágrima desesperada
porque sabe que se romperá sin remedio sobre unas rocas áridas, y que no va a
florecer...
No puedes acunar tu dolor con tus sueños, no con ilusiones.
Conoces el fin hasta su terror último y vas a él, te ofreces a él, vulnerable,
desnuda, echando el apoyo pueril del clamor, del grito, de la compasión ajena.
Y entre lágrima y lágrima tienes los ojos secos, ardientes, encendidos por una
llama que te obliga a mirar, a desgarrarte y sufrir.
Hay quien habla de tus siete dolores. ¿Qué saben ellos? Eres
todo el dolor, la suprema amargura, eres el Amor que sabe compartir, compadecer
y callar.
V. El cireneo ayuda a Jesús a llevar la Cruz
¿Hay acaso alguna cruz que pueda llevarse a medias? El leño que
no pesa, el que no incrusta sus aristas profundamente en los hombres, el que no
lastima el cuerpo y el alma hasta en las vetas más hondas, no merece el nombre
de cruz. Por eso yo sé muy bien que si aceptaste aquel ademán no fue por Ti,
fue sólo por nosotros. Para ayudarnos dándonos el júbilo inmenso de querer
ayudarte...
Y si nos tiendes la cruz no es porque no puedas con ella; es, al
contrario, porque sólo seremos capaces de sostenerla si nos viene de tus manos,
si la recibimos como una prenda inefable de tu amor y del nuestro... Trueque de
cruces. Nupcias tuyas, nuestras, con el dolor.
VI. La Verónica enjuga el rostro de Jesús
Quisiera mirarte en silencio y hora tras hora, incansablemente,
absorbiendo en mí la luz y la realidad de tu rostro. Mirarte sin que nada
interrumpa mi contemplación, ni una idea, ni un sentimiento...
Sin que ninguna imagen que no seas Tú ocupe el paisaje de mi
mente.
Enjugarte el dolor sin un solo gesto, con el ansia de mi corazón
enamorado, con la pureza de mi deseo que no se atreve a buscar su expresión
para que ni siquiera un hálito lo empañe...
Grabarte en mí como un espejo para que todo lo que no seas Tú
resbale sobre tu imagen y se desvanezca. Para que sólo Tú quedes victorioso en
mí.
VII. Segunda caída
Caíste de nuevo como un tronco al que no pudo abatir el leñador
de un primer golpe. Te veo en tierra y me invade, junto a una piedad infinita,
una confianza inefable, que hace reposar de dulzura mi corazón.
Al contemplarte siento que, aunque yo caiga otra vez, mil veces,
Tú estarás a mi lado y que, con tu auxilio, podré levantarme siempre, alzar los
ojos a Ti y, al encontrar los tuyos, bañarme en tus pupilas, dejar en ellas el
polvo del camino, recobrar la antigua pureza, renacer amparada por tu
misericordia, por tu paciencia, acogerme a esa mansedumbre que nos rinde a tus
plantas y nos entrega a ti sin remedio.
Jesús consuela a las mujeres de Jerusalén
¡Que el otoño no siegue nuestras hojas, Señor! Queremos ser,
como Tú, leña verde, fragante, derramando savia. Que el hacha del sufrimiento,
al desgajarnos, se impregne de aromas. Danos a raudales la vida de tu gracia,
para que no escuchemos jamás de tus labios la maldición de la higuera.
¿Y qué fruto puede brotar de nuestras ramas sin tu ayuda y
apoyo? Haz que lloremos por Ti hacia adentro, sin lágrimas, con un dolor
verdadero que trascienda a todos nuestros actos y nos redima de llorar más
tarde sobre la propia muerte.
IX. Tercera caída
Sólo le faltan unos pasos, muy pocos... Pero, ¿quién no
desfallece al último momento, cuando todo en nuestro mundo parece
inmovilizarse, concentrándose en torno al sacrificio? Ya no hay manera de
volver atrás, de poseer nuevamente aquello a lo que se ha renunciado.
El universo entero retrocede, nos abandona. Estamos solos a
orillas de algo implacable, desconocido, cruel; y antes de ofrecernos, de
dejarnos devorar voluntariamente, lanzamos un postrer clamor.
Pero Tú no gritas, no protestas. La ofrenda viva de tu cuerpo se
ha consumado ya y permaneces en tierra, vacío de Ti mismo, dispuesto a no ser
para que nosotros seamos, a abrirnos la senda de la recuperación y del amor.
X. Jesús es despojado de sus vestiduras
Algo ampara tu desnudez de la violencia... Te yergues sobre
todos como un rayo de luz, como un haz intacto de secretos resplandores. Tu pureza
irradia tu blancura entre la suciedad, la traición, las mezquindades. Te alzas
como una antorcha alumbrando la senda para los que quieren aún seguirte. Y
entre tantos rostros que deforman la ira, el odio o la codicia, eres,
indefenso, salpicado de injurias, el único signo de paz. ¡Blancura de tu frente
ensangrentada, de tu cuerpo herido! Límpianos, Señor, con tu mirada, purifica
hasta el último rincón de nuestras mentes, grábate en ellas, desnudo,
silencioso, intocado...
XI. Jesús es clavado en la cruz
¡Clávanos en la cruz de tu voluntad! Un clavo para cada sentido,
cada pasión, cada deseo... ¡si supiéramos tendernos inmóviles sobre ese lecho
donde Tú te tendiste, abriendo los brazos en un ademán de amor absoluto...!
Pero siempre frustramos tu generosidad con nuestra obligación o
nuestras inquietudes. Queremos amarte a nuestro modo, sufrir a nuestro gusto,
como si el dolor y la propia satisfacción fueran compatibles... Como si Tú
hubieras elegido... Ofreciste al verdugo tus pies, tus manos, todo tu cuerpo y,
primero que nada, tu Corazón...
¿Pues qué valen todos los martirios si el corazón se escuda y
esquiva? Que el primer martillazo nos caiga en mitad del pecho derribándonos
sin piedad, totalmente. Rendirse a Tu merced es rendirte, hacernos tuyos, para que
seas nuestro.
XII. Jesús muere en la Cruz
Muerte victoriosa la tuya. Pero el triunfo derramado en tus
venas se ocultaba celosamente, y para los que te vieron eran sólo un despojo
humano, unos restos inútiles... Dios sin vida para hacernos vivir. Dejaste de
alentar para infundirnos aliento.
Te sometiste al abandono, a la traición, al desamparo, para que
cifremos nuestra dicha en sentirnos abandonados, traicionados, desvalidos. Y
nuestra desconfianza es tan grande que todavía nos obstinamos en temer, estremeciéndonos
ante la posibilidad de morir.
No olvidemos que, en tu muerte, nos abriste las puertas de Ti
mismo y la mansión de tu amor.
XIII. A María, con Jesús muerto en los brazos
Era tu carne, tu sangre deshecha, martirizada; tu vida y la de
Dios; tu gloria y la del Cielo. Y de todo solamente quedaba en tus brazos un
cadáver maltrecho, una frialdad incontenible que te iba invadiendo
inexorablemente.
Y en ese momento concedido a las tinieblas empezabas a ser
nuestra Madre, a cobijarnos en el regazo de tu dolor. Y por eso tus lágrimas no
acabarían de caer nunca. Se te cuajaron al presentir que te necesitábamos, que
no dejarías nunca de ser madre, que tu maternidad prodigiosa se ensanchaba,
floreciéndote nuevamente los senos, ¡oh redentora de los redimidos!
XIV. Jesús es sepultado
Y nos llamas ahora desde esa piedra que te ciña, aislándote por
un breve plazo de todo. Porque para resucitar contigo hay que sepultarse
primero enterrar hondo los gritos de la carne, seguirte en tu pasión y hasta tu
muerte.
Y saber que estás ahí, aunque no te sienta, aunque nos falte tu
sombra, tu contigüidad, tu recuerdo. Danos la fe que resiste a todas las
tentaciones, que no se quebranta aunque el mundo entero se alce contra ella,
esa fe que surca los mares y traspasa los montes, porque sabe muy bien que, al
marcharte, permaneciste entre nosotros...
“Presencia a oscuras”, 1952
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