sábado, 26 de marzo de 2016

Palabras de Jesús en La Cruz Papa Francisco

Miércoles 15 de febrero de 2012

Queridos hermanos y hermanas:
En nuestra escuela de oración, el miércoles pasado hablé sobre la oración de Jesús en la cruz tomada del Salmo 22: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Ahora quiero continuar con la meditación sobre la oración de Jesús en la cruz, en la inminencia de la muerte. Quiero detenerme hoy en la narración que encontramos en el Evangelio de san Lucas. El evangelista nos ha transmitido tres palabras de Jesús en la cruz, dos de las cuales —la primera y la tercera— son oraciones dirigidas explícitamente al Padre. La segunda, en cambio, está constituida por la promesa hecha al así llamado buen ladrón, crucificado con él. En efecto, respondiendo a la oración del ladrón, Jesús lo tranquiliza: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43). En el relato de san Lucas se entrecruzan muy sugestivamente las dos oraciones que Jesús moribundo dirige al Padre y la acogida de la petición que le dirige a él el pecador arrepentido. Jesús invoca al Padre y al mismo tiempo escucha la oración de este hombre al que a menudo se llama latro poenitens, «el ladrón arrepentido».

Detengámonos en estas tres palabras de Jesús. La primera la pronuncia inmediatamente después de haber sido clavado en la cruz, mientras los soldados se dividen sus vestiduras como triste recompensa de su servicio. En cierto sentido, con este gesto se cierra el proceso de la crucifixión. Escribe san Lucas: «Y cuando llegaron al lugar llamado “La Calavera”, lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Hicieron lotes con sus ropas y los echaron a suerte» (23, 33-34). La primera oración que Jesús dirige al Padre es de intercesión: pide el perdón para sus propios verdugos. Así Jesús realiza en primera persona lo que había enseñado en el sermón de la montaña cuando dijo: «A vosotros los que me escucháis os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian» (Lc 6, 27), y también había prometido a quienes saben perdonar: «será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo» (v. 35). Ahora, desde la cruz, él no sólo perdona a sus verdugos, sino que se dirige directamente al Padre intercediendo a su favor. 

Esta actitud de Jesús encuentra una «imitación» conmovedora en el relato de la lapidación de san Esteban, primer mártir. Esteban, en efecto, ya próximo a su fin, «cayendo de rodillas y clamando con voz potente, dijo: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”. Y, con estas palabras, murió» (Hch 7, 60): estas fueron sus últimas palabras. La comparación entre la oración de perdón de Jesús y la oración del protomártir es significativa. San Esteban se dirige al Señor resucitado y pide que su muerte —un gesto definido claramente con la expresión «este pecado»— no se impute a los que lo lapidaban. Jesús en la cruz se dirige al Padre y no sólo pide el perdón para los que lo crucifican, sino que ofrece también una lectura de lo que está sucediendo. Según sus palabras, en efecto, los hombres que lo crucifican «no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Es decir, él pone la ignorancia, el «no saber», como motivo de la petición de perdón al Padre, porque esta ignorancia deja abierto el camino hacia la conversión, como sucede por lo demás en las palabras que pronunciará el centurión en el momento de la muerte de Jesús: «Realmente, este hombre era justo» (v. 47), era el Hijo de Dios. «Por eso es más consolador aún para todos los hombres y en todos los tiempos que el Señor, tanto respecto a los que verdaderamente no sabían —los verdugos— como a los que sabían y lo condenaron, haya puesto la ignorancia como motivo para pedir que se les perdone: la ve como una puerta que puede llevarnos a la conversión» (Jesús de Nazaret, II, 243-244).

La segunda palabra de Jesús en la cruz transmitida por san Lucas es una palabra de esperanza, es la respuesta a la oración de uno de los dos hombres crucificados con él. El buen ladrón, ante Jesús, entra en sí mismo y se arrepiente, se da cuenta de que se encuentra ante el Hijo de Dios, que hace visible el Rostro mismo de Dios, y le suplica: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (v. 42). La respuesta del Señor a esta oración va mucho más allá de la petición; en efecto dice: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43). Jesús es consciente de que entra directamente en la comunión con el Padre y de que abre nuevamente al hombre el camino hacia el paraíso de Dios. Así, a través de esta respuesta da la firme esperanza de que la bondad de Dios puede tocarnos incluso en el último instante de la vida, y la oración sincera, incluso después de una vida equivocada, encuentra los brazos abiertos del Padre bueno que espera el regreso del hijo.
Pero detengámonos en las últimas palabras de Jesús moribundo. El evangelista relata: «Era ya casi mediodía, y vinieron las tinieblas sobre toda la tierra, hasta las tres de la tarde, porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”. Y, dicho esto, expiró» (vv. 44-46). Algunos aspectos de esta narración son diversos con respecto al cuadro que ofrecen san Marcos y san Mateo. Las tres horas de oscuridad no están descritas en san Marcos, mientras que en san Mateo están vinculadas con una serie de acontecimientos apocalípticos diversos, como el terremoto, la apertura de los sepulcros y los muertos que resucitan (cf. Mt 27, 51-53). En san Lucas las horas de oscuridad tienen su causa en el eclipse del sol, pero en aquel momento se produce también el rasgarse del velo del templo. De este modo el relato de san Lucas presenta dos signos, en cierto modo paralelos, en el cielo y en el templo. El cielo pierde su luz, la tierra se hunde, mientras en el templo, lugar de la presencia de Dios, se rasga el velo que protege el santuario. La muerte de Jesús se caracteriza explícitamente como acontecimiento cósmico y litúrgico; en particular, marca el comienzo de un nuevo culto, en un templo no construido por hombres, porque es el Cuerpo mismo de Jesús muerto y resucitado, que reúne a los pueblos y los une en el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre.

La oración de Jesús, en este momento de sufrimiento —«Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu»— es un fuerte grito de confianza extrema y total en Dios. Esta oración expresa la plena consciencia de no haber sido abandonado. La invocación inicial —«Padre»— hace referencia a su primera declaración cuando era un adolescente de doce años. Entonces permaneció durante tres días en el templo de Jerusalén, cuyo velo ahora se ha rasgado. Y cuando sus padres le manifestaron su preocupación, respondió: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49). Desde el comienzo hasta el final, lo que determina completamente el sentir de Jesús, su palabra, su acción, es la relación única con el Padre. En la cruz él vive plenamente, en el amor, su relación filial con Dios, que anima su oración.
Las palabras pronunciadas por Jesús después de la invocación «Padre» retoman una expresión del Salmo 31: «A tus manos encomiendo mi espíritu» (Sal 31, 6). Estas palabras, sin embargo, no son una simple cita, sino que más bien manifiestan una decisión firme: Jesús se «entrega» al Padre en un acto de total abandono. Estas palabras son una oración de «abandono», llena de confianza en el amor de Dios.

 La oración de Jesús ante la muerte es dramática como lo es para todo hombre, pero, al mismo tiempo, está impregnada de esa calma profunda que nace de la confianza en el Padre y de la voluntad de entregarse totalmente a él. En Getsemaní, cuando había entrado en el combate final y en la oración más intensa y estaba a punto de ser «entregado en manos de los hombres» (Lc 9, 44), «le entró un sudor que caía hasta el suelo como si fueran gotas espesas de sangre» (Lc 22, 44). Pero su corazón era plenamente obediente a la voluntad del Padre, y por ello «un ángel del cielo» vino a confortarlo (cf. Lc 22, 42-43). Ahora, en los últimos momentos, Jesús se dirige al Padre diciendo cuáles son realmente las manos a las que él entrega toda su existencia. Antes de partir en viaje hacia Jerusalén, Jesús había insistido con sus discípulos: «Meteos bien en los oídos estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres» (Lc 9, 44). Ahora que su muerte es inminente, él sella en la oración su última decisión: Jesús se dejó entregar «en manos de los hombres», pero su espíritu lo pone en las manos del Padre; así —como afirma el evangelista san Juan
— todo se cumplió, el supremo acto de amor se cumplió hasta el final, al límite y más allá del límite. 

Queridos hermanos y hermanas, las palabras de Jesús en la cruz en los últimos instantes de su vida terrena ofrecen indicaciones comprometedoras a nuestra oración, pero la abren también a una serena confianza y a una firme esperanza. Jesús, que pide al Padre que perdone a los que lo están crucificando, nos invita al difícil gesto de rezar incluso por aquellos que nos han hecho mal, nos han perjudicado, sabiendo perdonar siempre, a fin de que la luz de Dios ilumine su corazón; y nos invita a vivir, en nuestra oración, la misma actitud de misericordia y de amor que Dios tiene para con nosotros: «perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden», decimos cada día en el «Padrenuestro». Al mismo tiempo, Jesús, que en el momento extremo de la muerte se abandona totalmente en las manos de Dios Padre, nos comunica la certeza de que, por más duras que sean las pruebas, difíciles los problemas y pesado el sufrimiento, nunca caeremos fuera de las manos de Dios, esas manos que nos han creado, nos sostienen y nos acompañan en el camino de la vida, porque las guía un amor infinito y fiel. Gracias.

Papa Francisco

VÍA CRUCIS COLISEO de 
ROMA, 25 DE MARZO DE 2016


VIERNES SANTO.
PASIÓN DEL SEÑOR
VÍA CRUCIS PRESIDIDO POR EL SANTO PADRE FRANCISCO
COLISEO
ROMA, 25 DE MARZO DE 2016

«DIOS ES MISERICORDIA» 
MEDITACIONES
del
Cardenal Gualtiero Bassetti
Arzobispo de Perugia – Città della Pieve

INTRODUCCIÓN
¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo! (2 Co 1,3)
En este Jubileo Extraordinario, el Vía Crucis del Viernes Santo nos atrae con una fuerza particular, la de la misericordia del Padre Celeste, que quiere derramar sobre todos nosotros su Espíritu de gracia y de consuelo.
La misericordia es el canal de la gracia de Dios que llega a todos los hombres y mujeres de hoy. Hombres y mujeres a menudo perdidos y confundidos, materialistas e idólatras, pobres y solos. Miembros de una sociedad que parece haber desterrado el pecado y la verdad.
«Volverán sus ojos hacia mí, al que traspasaron» (Za 12,10). Que las palabras proféticas de Zacarías se cumplan también en nosotros esta tarde. Que se eleve la mirada de nuestras infinitas miserias para posarse sobre él, Cristo Señor, Amor misericordioso. Entonces podremos contemplar su rostro y escuchar sus palabras: «Con amor eterno te amé» (Jr 31,3). Él, con su perdón, borra nuestros pecados y nos abre el camino de la santidad, en el que abrazaremos nuestra cruz, junto con él, por amor a los hermanos. La fuente que ha lavado nuestro pecado se transformará dentro de nosotros «en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna» (Jn 4,14).
Breve pausa de silencio
Oremos
Padre eterno,
por medio de la Pasión de tu amado Hijo,
has querido revelarnos tu corazón
y darnos tu misericordia.
Haz que, unidos a María, Madre suya y nuestra,
sepamos acoger y custodiar siempre el don del amor.
Que ella, Madre de la Misericordia, te presente las oraciones que elevamos por nosotros y por toda la humanidad,
para que la gracia de este Vía Crucis
llegue a todos los corazones humanos
e infunda en ellos una esperanza nueva,
esa esperanza indefectible
que irradia desde la cruz de Jesús,
que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.

Primera Estación.
Jesús es condenado a muerte
 V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Lectura del Evangelio según san Marcos (15, 14-15)
Pilato les dijo: «Pues ¿qué mal ha hecho?». Ellos gritaron más fuerte: «Crucifícalo». Y Pilato, queriendo complacer a la gente, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.
Jesús está solo ante el poder de este mundo. Y se somete hasta el final a la justicia de los hombres. Pilato se encuentra ante un misterio que no llega a comprender. Se interroga y pide explicaciones. Busca una solución y llega, posiblemente, hasta el umbral de la verdad. Pero decide no cruzarlo. Entre la vida y la verdad escoge la propia vida. Entre el hoy y la eternidad elige el hoy.
La muchedumbre elige a Barrabás y abandona a Jesús. La gente quiere la justicia de la tierra y opta por el justiciero: aquel que podría liberarles de la opresión y del yugo de la esclavitud. Pero la justicia de Jesús no se cumple con una revolución: pasa a través del escándalo de la cruz. Jesús desbarata cualquier plan de liberación porque toma sobre sí el mal del mundo y no responde al mal con el mal. Y esto los hombres no lo entienden. No entienden que la justicia de Dios pueda derivarse de una derrota del hombre.
Cada uno de nosotros forma parte hoy de la muchedumbre que grita: «¡Crucifícale!». Nadie puede sentirse excluido. La muchedumbre y Pilato, en efecto, están dominados por una sensación interior que acomuna a todos los hombres: el miedo. El miedo a perder las propias seguridades, los propios bienes, la propia vida. Pero Jesús señala otro camino.
Señor Jesús,
cómo nos sentimos semejantes a estos personajes.
¡Cuánto miedo hay en nuestra vida!
Tenemos miedo del diferente, del extranjero, del emigrante.
Nos causa temor el futuro, los imprevistos, la miseria.
Cuánto miedo hay en nuestras familias, en los lugares de trabajo, y en nuestras ciudades…
Y, tal vez, tenemos miedo también de Dios: miedo del juicio divino, que nace de la poca fe, de no conocer su corazón y de las dudas sobre su misericordia.
Señor Jesús, condenado por el miedo de los hombres, líbranos del temor de tu juicio.
Haz que el grito de nuestras angustias no nos impida sentir la dulce fuerza de tu invitación: «¡No tengáis miedo!».
__________
Todos:
Pater noster, qui es in cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem;
sed libera nos a malo. Amen.
Stabat Mater dolorosa
iuxta crucem lacrimosa,
dum pendebat Filius.

Segunda estación.
Jesús con la cruz a cuestas
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Lectura del Evangelio según san Marcos (15,20)
Terminada la burla, le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa. Y lo sacan para crucificarlo.
El miedo ha emitido la sentencia, pero no puede desvelarse y se esconde detrás de las actitudes del mundo: escarnio, humillación, violencia y burla. Ahora Jesús está revestido con sus ropas, con su sola humanidad, dolorosa y sangrante, sin púrpura, ni ningún signo de su divinidad. Y así lo presenta Pilato: «Ecce homo!» (Jn 19,5).
Esta es la condición de todo el que se pone a seguir a Cristo. El cristiano no busca el aplauso del mundo o la aprobación de la calle. El cristiano no adula y no dice mentiras para conquistar el poder. El cristiano acepta el escarnio y la humillación a causa del amor y de la verdad.
«¿Qué es la verdad?» (Jn 18,38), preguntó Pilato a Jesús. Esta es la pregunta de todos los tiempos. Es la pregunta de hoy. Aquí está la verdad: la verdad del Hijo del hombre predicho por los profetas (cf. Is 52,13-53,12), un rostro humano desfigurado que desvela la fidelidad de Dios.
En cambio, demasiado a menudo, buscamos la verdad a bajo precio, que se acomode a nuestra vida, que responda a nuestras inseguridades o incluso que satisfaga nuestros intereses más bajos. De este modo, terminamos conformándonos con verdades parciales o aparentes, dejándonos engañar por «profetas de desventura que anuncian siempre lo peor» (san Juan XXIII) o por hábiles flautistas que anestesian nuestro corazón con músicas sugerentes que nos alejan del amor de Cristo.
El Verbo de Dios se ha hecho hombre,
Vino a enseñarnos la verdad toda entera, sobre Dios y el hombre.
Dios es aquel que toma la cruz sobre sus hombros (cf. Jn 19,17) 
y se encamina por la vía del don misericordioso de sí mismo.
Y el hombre que se realiza en la verdad es aquel que lo sigue en ese mismo camino.
Señor Jesús, concédenos contemplarte en la teofanía de la cruz, el punto más alto de tu revelación, y de reconocer también en el esplendor misterioso de tu rostro los rasgos de nuestro rostro.
Todos:
Pater noster, qui es in cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem;
sed libera nos a malo. Amen.
Cuius animam gementem,
contristatam et dolentem
pertransivit gladius

Tercera Estación.
Jesús cae por primera vez
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Lectura del profeta Isaías (53, 4.7)
Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado. Maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría la boca: como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca.
Jesús es el Cordero, predicho por el profeta, que ha cargado sobre sus hombros el pecado de toda la humanidad. Se ha hecho cargo de la debilidad del amado, de sus dolores y delitos, de sus iniquidades y maldiciones. Hemos llegado al punto extremo de la encarnación del Verbo. Pero hay un punto aún más bajo: Jesús cae bajo el peso de esta cruz. ¡Un Dios que cae¡
En esta caída está Jesús que da sentido al sufrimiento de los hombres. El sufrimiento para el hombre es a veces un absurdo, incomprensible para la mente, presagio de muerte. Hay sufrimientos que parecen negar el amor de Dios. ¿Dónde está Dios en los campos de exterminio? ¿Dónde está Dios en las minas y en las fábricas donde trabajan los niños como esclavos? ¿Dónde está Dios en las pateras que se hunden en el Mediterráneo?
Jesús cae bajo el peso de la cruz, pero no queda aplastado. Cristo está allí, descartado entre los descartados, último entre los últimos. Náufrago entre los náufragos.
Dios se hace cargo de todo eso. Un Dios que por amor renuncia a mostrar su omnipotencia. Pero que así, precisamente así, caído en tierra como grano de trigo, Dios es fiel a sí mismo: fiel en el amor.
Te rogamos, Señor,
por todos esos sufrimientos que parecen no tener sentido,
por los judíos muertos en los campos de exterminio,
por los cristianos asesinados por odio a la fe,
por las víctimas de toda persecución,
por los niños esclavizados en el trabajo,
por los inocentes que mueren en las guerras.
Haznos comprender, Señor, cuánta libertad y fuerza interior hay en esta inédita revelación de tu divinidad, tan humana como para caer bajo el peso de la cruz de los pecados del hombre, tan divinamente misericordiosa como para derrotar el mal que nos oprimía.
Todos:
Pater noster, qui es in cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem;
sed libera nos a malo. Amen.
O quam tristis et afflicta
fuit illa benedicta
Mater Unigeniti!

CUARTA ESTACIÓN.
Jesús encuentra a su Madre
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Lectura del Evangelio según san Lucas (2, 34-35.51)
Simeón los bendijo diciendo a María, su madre: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma». Su madre conservaba todo esto en su corazón.
Dios ha querido que la vida venga al mundo a través del dolor del parto: a través del sufrimiento de una madre que da la vida al mundo. Todos necesitan una Madre, también Dios. «El Verbo se hizo carne» (Jn 1,14) en el seno de una Virgen. María lo acogió, lo dio a luz en Belén, lo envolvió en pañales, lo protegió y lo hizo crecer con el calor de su amor, y lo acompañó hasta su «hora».
Ahora, a los pies del Calvario, se cumple la profecía de Simeón: una espada le atraviesa el corazón. María ve al Hijo, desfigurado y exánime bajo el peso de la cruz. Ojos dolorosos, los de la Madre, partícipe hasta el extremo en el dolor del Hijo, pero también ojos llenos de esperanza, que, desde el día de su «sí» al anuncio del ángel (cf. Lc 1,26-38) no han dejado de reflejar esa luz divina que brilla también en este día de sufrimiento.
María es esposa de José y madre de Jesús. Hoy como siempre la familia es el corazón palpitante de la sociedad; célula irrenunciable de la vida común; clave de bóveda insustituible de las relaciones humanas; amor para siempre que salvará al mundo.
María es mujer y madre. Genio femenino y ternura. Sabiduría y caridad. María, como madre de todos, «es signo de esperanza para los pueblos que sufren dolores de parto», y «como una verdadera madre, ella camina con nosotros, lucha con nosotros, y derrama incesantemente la cercanía del amor de Dios» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 286).
Oh María, Madre del Señor,
Tú fuiste para tu divino Hijo el primer reflejo de la misericordia de su Padre,
aquella misericordia que le pediste que manifestara en Caná.
Ahora que tu Hijo nos revela el Rostro del Padre hasta las últimas consecuencias del amor,
caminas en silencio tras sus huellas, como primera discípula de la cruz.
Oh María, Virgen fiel,
cuida de todos los huérfanos de la Tierra,
protege a todas las mujeres explotadas y maltratadas.
Suscita mujeres valerosas para el bien de la Iglesia.
Inspira a cada madre para que eduque a sus hijos en la ternura del amor de Dios,
y que, en el momento de la prueba, los acompañen en su camino
con la fuerza silenciosa de su fe.

Todos:
Pater noster, qui es in cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem;
sed libera nos a malo. Amen.
Quœ mœrebat et dolebat
pia Mater, dum videbat
Nati pœnas incliti.

QUINTA ESTACIÓN.
El Cirineo ayuda a Jesús a llevar la cruz
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Lectura del Evangelio según san Marcos (15, 21-22)
Y a uno que pasaba, de vuelta del campo, a Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo, lo forzaron a llevar la cruz. Y llevaron a Jesús al Gólgota, que quiere decir lugar de «La Calavera».
En la historia de la salvación aparece un hombre desconocido. A Simón de Cirene, un trabajador que volvía del campo, lo obligan a llevar la cruz. Y la gracia del amor de Cristo, que pasa a través de aquella cruz, actúa en primer lugar en él. Y Simón, forzado a llevar un peso a regañadientes, llegará a ser discípulo del Señor.
Cuando el sufrimiento toca a la puerta nunca es bien recibido. Se presenta siempre como una imposición, a veces incluso como una injusticia. Y nos puede encontrar dramáticamente desprevenidos. Una enfermedad puede acabar con nuestros proyectos de vida. Un niño discapacitado puede perturbar el sueño de una maternidad anhelada. Esa tribulación no buscada llama sin embargo con prepotencia al corazón del hombre. ¿Cómo reaccionamos frente al sufrimiento de una persona amada? ¿Cuánto nos preocupa el grito de quien sufre pero vive lejos de nosotros?
El Cireneo nos ayuda a entrar en la fragilidad del alma humana y nos descubre otro aspecto de la humanidad de Jesús. Hasta el Hijo de Dios tuvo necesidad de alguien que lo ayudara a llevar la cruz. ¿Quién es el Cireneo? Es la misericordia de Dios presente en la historia de los seres humanos. Dios se ensucia las manos con nosotros, con nuestros pecados y fragilidades. No se avergüenza. Y no nos abandona.
Señor Jesús,
te damos gracias por este don que supera todo deseo y nos desvela tu misericordia.
Tú nos has amado, no sólo hasta darnos la salvación, sino hasta hacernos instrumentos de salvación.
Mientras tu cruz da sentido a todas nuestras cruces, a nosotros se nos da la gracia más grande de la vida:
participar activamente en el misterio de la redención,
ser instrumentos de salvación para nuestros hermanos.  
                                                                 
Todos:
Pater noster, qui es in cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem;
sed libera nos a malo. Amen.
Quis est homo qui non fleret,
Matrem Christi si videret
in tanto supplicio?

SEXTA ESTACIÓN.
La Verónica enjuga el rostro de Jesús
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Lectura del profeta Isaías (53, 2-3)
Sin figura, sin belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultaban los rostros, despreciado y desestimado.
Entre la agitada multitud que contempla la subida de Jesús al Calvario, aparece Verónica, una mujer sin rostro, sin historia. Y, sin embargo, una mujer valiente, dispuesta a escuchar al Espíritu y seguir sus inspiraciones, capaz de reconocer la gloria del Hijo de Dios en el rostro desfigurado de Jesús, y percibir su invitación: «Vosotros, los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor como el dolor que me atormenta» (Lm 1,12).
El amor que encarna esta mujer nos deja sin palabras. El amor le da fuerzas para desafiar a los guardias, para atravesar la multitud, para acercarse al Señor y realizar un gesto de compasión y de fe: detener el flujo de sangre de las heridas, enjugar las lágrimas del dolor, contemplar aquel rostro desfigurado, detrás del cual se esconde el rostro de Dios.
Instintivamente huimos del sufrimiento, porque el sufrimiento nos repugna. Cuántas veces, cuando nos encontramos con tantos rostros desfigurados por las aflicciones de la vida miramos a otro lado. ¿Cómo no ver el rostro del Señor en los millones de prófugos, refugiados y desplazados que huyen desesperados del horror de la guerra, de las persecuciones y de las dictaduras? Para cada uno de ellos, con su rostro irrepetible, Dios se manifiesta siempre como un valiente rescatador. Como Verónica, la mujer sin rostro, que enjugó amorosamente el rostro de Jesús.
«Tu rostro buscaré, Señor» (Sal 27,8).
Ayúdame a encontrarlo en los hermanos que recorren la vía del dolor y de la humillación.
Haz que sepa enjugar las lágrimas y la sangre de los vencidos de toda época,
de los que la sociedad rica y despreocupada descarta sin escrúpulo.
Haz que detrás de cada rostro, también el del hombre más abandonado, sepa descubrir tu rostro de belleza infinita.                                                           
Todos:
Pater noster, qui es in cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem;
sed libera nos a malo. Amen.
Quis non posset contristari,
Christi Matrem contemplari
dolentem cum Filio?

Séptima Estación.
Jesús cae por segunda vez 
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Lectura del profeta Isaías (53,5)
Fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron.
Jesús cae de nuevo. Aplastado pero no aniquilado por el peso de la cruz. Una vez más, descubre su humanidad. Es una experiencia al límite de la impotencia, de vergüenza ante quienes lo afrentan, de humillación ante quienes habían esperado en él. Nadie quisiera nunca caer por tierra y experimentar el fracaso. Especialmente delante de otras personas.
Con frecuencia los hombres se rebelan contra la idea de no tener poder, de no ser capaces de llevar adelante la propia vida. Jesús, en cambio, encarna el «poder de los sin poder». Experimenta el tormento de la cruz y la fuerza salvadora de la fe. Sólo Dios puede salvarnos. Sólo él puede transformar un signo de muerte en una cruz gloriosa.
Si Jesús ha caído en tierra por segunda vez por el peso de nuestros pecados, aceptemos entonces que también nosotros caemos, que hemos caído, que aún podemos caer por nuestros pecados. Reconozcamos que no podemos salvarnos por nosotros mismos, con nuestras propias fuerzas.
Señor Jesús, que has aceptado la humillación de caer de nuevo bajo la mirada de todos:
quisiéramos contemplarte no sólo cuando estás en el polvo,
sino fijar en ti nuestra mirada,
desde la misma situación, también nosotros por tierra, caídos por nuestras debilidades.
Haznos tomar conciencia de nuestro pecado,
la voluntad de volver a levantarse que nace del dolor.
Da a toda tu Iglesia la conciencia del sufrimiento.
Ofrece en particular a los ministros de la Reconciliación el don de las lágrimas por sus pecados.
¿Cómo podrán invocar sobre los demás y sobre sí mismos tu misericordia si no saben primero llorar sus propias culpas?
_________
Todos:
Pater noster, qui es in cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem;
sed libera nos a malo. Amen.
Pro peccatis suœ gentis
vidit Iesum in tormentis
et flagellis subditum.

Octava Estación.
Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Lectura del Evangelio según san Lucas (23,27-28)
Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se golpeaban el pecho y lanzaban lamentos por él. Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos».
Jesús, aunque está desgarrado por el dolor y busca refugio en el Padre, siente compasión del pueblo que lo seguía y se dirige directamente a las mujeres que lo están acompañando en el camino del Calvario. Y hace un enérgico llamamiento a la conversión.
«No lloréis por mí», dice el Nazareno, porque yo estoy haciendo la voluntad del Padre, sino llorad por vosotras por todas las veces que no hacéis la voluntad de Dios.
Es el Cordero de Dios el que habla y que, llevando sobre sus hombros el pecado del mundo, purifica los ojos de estas hijas, que ya se dirigen hacia él, aunque de modo imperfecto. «¿Qué tenemos que hacer?», parece gritar el llanto de estas mujeres delante del Inocente. Es la misma pregunta que la multitud le hizo al Bautista (cf. Lc 3,10) y que repiten luego quienes escuchan a Pedro después de Pentecostés, sintiéndose traspasado el corazón: «¿Qué tenemos que hacer?» (Hch 2,37).
La respuesta es simple y precisa: «Convertíos». Una conversión personal y comunitaria: «Rezad unos por otros para que os curéis» (St 5,16). No hay conversión sin caridad. Y la caridad es el modo de ser Iglesia.
Señor Jesús,
que tu gracia sostenga nuestro camino de conversión para regresar a ti,
en comunión con nuestros hermanos,
por quienes te pedimos nos des tus mismas entrañas de misericordia,
entrañas maternas que nos hagan capaces de sentir unos por otros ternura y compasión.
y de llegar a entregarnos por la salvación del prójimo.
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 Todos:
Pater noster, qui es in cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem;
sed libera nos a malo. Amen.
Eia, Mater, fons amoris,
me sentire vim doloris
fac, ut tecum lugeam.

Novena Estación
Jesús cae por tercera vez
 V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Lectura de la carta del Apóstol Pablo a los Filipenses (2,6-7)
Él, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres.
Jesús cae por tercera vez. El Hijo de Dios experimenta hasta las últimas consecuencias la condición humana. Con esta caída entra aún más plenamente en la historia de la humanidad. Y acompaña en todo momento a la humanidad que sufre. «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28, 21).
¡Cuántas veces los hombres y las mujeres caen por tierra! ¡Cuántas veces los hombres, las mujeres y los niños sufren por la familia dividida! ¡Cuántas veces los hombres y las mujeres piensan que no tienen más dignidad porque no tienen un trabajo! ¡Cuántas veces los jóvenes están obligados a vivir una vida precaria y pierden la esperanza en el futuro!
El hombre que cae, y que contempla al Dios que cae, es el hombre que puede finalmente admitir su debilidad e impotencia ya sin temor y desesperación, precisamente porque también Dios lo ha experimentado en su Hijo. Es gracias a la misericordia que Dios se ha abajado hasta este punto, hasta estar tendido en el polvo del camino. Polvo mojado por el sudor de Adán y la sangre de Jesús y de todos los mártires de la historia; polvo bendecido por las lágrimas de tantos hermanos que murieron por la violencia y la explotación del hombre por el hombre. A este polvo bendito, ultrajado, violado y depredado por el egoísmo humano, el Señor ha reservado su último abrazo.
Señor Jesús,
postrado sobre esta tierra reseca,
estás cerca de todos los hombres que sufren
e infundes en sus corazones la fuerza para volver a levantarse.
Te pido, Dios de la misericordia,
por todos los que se encuentran postrados por tierra por tantos motivos:
pecados personales, matrimonios fracasados, soledad,
pérdida del trabajo, dramas familiares, angustia por el futuro.
Hazles sentir que tú no estás lejos de cada uno de ellos,
porque el más próximo a ti, que eres la misericordia encarnada,
es el hombre que más siente la necesidad del perdón
y sigue esperando contra toda esperanza.
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Todos:
Pater noster, qui es in cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem;
sed libera nos a malo. Amen.
Fac, ut ardeat cor meum
in amando Christum Deum,
ut sibi complaceam.

Décima Estación
Jesús es despojado de sus vestiduras
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Lectura del Evangelio según san Marcos (15,24)
Después lo crucificaron. Los soldados se repartieron sus vestiduras, sorteándolas para ver qué le tocaba a cada uno.
A los pies de la cruz, bajo el crucificado y los ladrones que sufren, están los soldados que se disputan las vestiduras de Jesús. Es la banalidad del mal.
La mirada de los soldados es ajena a este sufrimiento y distante de la historia que los rodea. Parece que lo que está sucediendo no les afecta. Mientras el Hijo de Dios padece los suplicios de la cruz, ellos, sin inmutarse, siguen llevando una vida dominada por las pasiones. Esta es la gran paradoja de la libertad que Dios ha concedido a sus hijos. Ante la muerte de Jesús, cada hombre puede elegir: o contemplar a Cristo o «echar a suertes».
Es enorme la distancia que separa al Crucificado de sus verdugos. El interés mezquino por las vestiduras no les permite percibir el sentido de aquel cuerpo inerme y despreciado, escarnecido y maltratado, en el que se cumple la divina voluntad de salvación de la humanidad entera.
Aquel cuerpo que el Padre ha «preparado» para el Hijo (cf. Sal 40, 7; Hb 10, 5) expresa ahora el amor del Hijo por el Padre y el don total de Jesús a los hombres. Aquel cuerpo despojado de todo, menos del amor, encierra en sí el inmenso dolor de la humanidad y habla de todas sus heridas. Sobre todo de las más dolorosas: las llagas de los niños profanados en su intimidad.
Aquel cuerpo mudo y sangrante, flagelado y humillado, indica el camino de la justicia. La justicia de Dios que transforma el sufrimiento más atroz en la luz de la resurrección.
Señor Jesús:
Quiero presentar ante ti a toda la humanidad dolorida.
Los cuerpos de hombres y mujeres, de niños y ancianos, de enfermos y discapacitados oprimidos en su dignidad. Cuántas violencias a lo largo de la historia de esta humanidad han golpeado lo que el hombre tiene como más suyo, algo sagrado y bendito porque procede de Dios.
Te pedimos, Señor, por quien ha sido violado en su intimidad.
Por quien no comprende el misterio de su propio cuerpo, por quien no lo acepta o desfigura su belleza,
por quien no respeta la debilidad y la sacralidad del cuerpo que envejece y muere.
Y que un día resucitará.
Todos:
Pater noster, qui es in cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem;
sed libera nos a malo. Amen
Sancta Mater, istud agas,
crucifixi fige plagas
cordi meo valide.

UNDÉCIMA ESTACIÓN.
Jesús es clavado en la cruz
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Lectura del Evangelio según san Lucas (23, 39-43)
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro lo increpaba, diciéndole: «¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino». Él le respondió: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso».
Jesús está en la cruz, «árbol fecundo y glorioso», «tálamo, trono y altar» (Himno Vexila Regis). Y desde lo alto de este trono, punto de atracción del todo el universo (cf. Jn 12,32), perdona a quienes lo crucifican «porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Sobre la cruz de Cristo, «balanza del gran rescate» (Himno Vexila Regis), resplandece una omnipotencia que se despoja, una sabiduría que se abaja hasta la locura, un amor que se ofrece en sacrificio.
A la derecha y a la izquierda de Jesús están los dos malhechores, probablemente dos asesinos. Estos dos malhechores interpelan al corazón de todo hombre porque muestran dos modos diferentes de estar en la cruz: el primero maldice a Dios, el segundo reconoce a Dios en esa cruz. El primer malhechor propone la solución más cómoda para todos. Propone una salvación humana y su mirada está dirigida hacia abajo. La salvación para él significa escapar de la cruz y acabar con el sufrimiento. Es la lógica de la cultura del descarte. Pide a Dios eliminar todo lo que no es útil ni digno de ser vivido.
El segundo malhechor, sin embargo, no negocia una solución. Propone una salvación divina y su mirada está dirigida totalmente al cielo. Para él, la salvación significa aceptar la voluntad de Dios incluso en las peores condiciones. Es el triunfo de la cultura del amor y del perdón.
Es la locura de la cruz ante la cual toda sabiduría humana desaparece y queda en silencio.
Tú, crucificado por amor, 
Dame ese perdón tuyo que olvida y esa misericordia que recrea.
Hazme experimentar en cada confesión
la gracia que me ha creado a tu imagen y semejanza, 
y que me recrea cada vez que pongo mi vida,
con todas sus miserias, en las manos misericordiosas del Padre.
Que tu perdón resuene en mí como certeza del amor que me salva,
me renueva y me hace estar contigo para siempre.
Entonces seré de verdad un malhechor bienaventurado 
y cada perdón tuyo será como pregustar ya desde ahora el Paraíso,.
Todos
Pater noster, qui es in cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem;
sed libera nos a malo. Amen.
Tui Nati vulnerati,
tam dignati pro me pati,
pœnas mecum divide.

DUODÉCIMA ESTACIÓN.
Jesús muere en la cruz
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Lectura del Evangelio según san Marcos (15,33-39)
Al mediodía, se oscureció toda la tierra hasta las tres de la tarde; y a esa hora, Jesús exclamó en alta voz: «Eloi, Eloi, lamá sabactani», que significa: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Algunos de los que se encontraban allí, al oírlo, dijeron: «Está llamando a Elías». Uno corrió a mojar una esponja en vinagre y, poniéndola en la punta de una caña le dio de beber, diciendo: «Vamos a ver si Elías viene a bajarlo». Entonces Jesús, dando un grito, expiró. El velo del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo. Al verlo expirar así, el centurión que estaba frente a él, exclamó: «¡Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios!».
Oscuridad a mediodía: está ocurriendo algo totalmente inaudito e imprevisto sobre la tierra, pero que no pertenece sólo a la tierra. El hombre mata a Dios. El Hijo de Dios ha sido crucificado como un malhechor.
Jesús se dirige al Padre gritando las primeras palabras del Salmo 22. Es el grito del sufrimiento y de la desolación, pero es también el grito de la completa «confianza de la victoria divina» y de la «certeza de la gloria» (Benedicto XVI, Catequesis, 14 septiembre 2011).
El grito de Jesús es el grito de todo crucificado en la historia, del abandonado y del humillado, del mártir y del profeta, del calumniado y del condenado injustamente, de quien sufre el exilio o la cárcel. Es el grito de la desesperación humana que desemboca, sin embargo, en la victoria de la fe que transforma la muerte en vida eterna. «Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré» (Sal 22,23).
Jesús muere en la cruz. ¿Es la muerte de Dios? No, es la celebración más sublime del testimonio de la fe.
El siglo XX ha sido definido como el siglo de los mártires. Ejemplos como los de Maximiliano Kolbe y Edith Stein reflejan una luz inmensa. Pero todavía hoy el cuerpo de Cristo está crucificado en muchas regiones de la tierra. Los mártires del siglo XXI son los verdaderos apóstoles del mundo contemporáneo.
En la gran oscuridad se enciende la fe: «¡Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios!», porque quien muere así, transformando en esperanza de vida la desesperación de la muerte, no puede ser simplemente un hombre.
El crucificado es la ofrenda total.
No se ha reservado nada, ni un retazo de su vestidura, ni una gota de su sangre, ni la Madre.
Ha dado todo: «Consummatum est».
Cuando no se tiene nada más para dar, porque se ha dado todo,
entonces se es capaz de dar verdaderamente.
Despojado, desnudo, consumido por las llagas, por la sed del abandono, por los improperios:
no tiene ya figura de hombre. 
Dar todo: eso es la caridad.
Donde termina lo mío, comienza el paraíso.
(don Primo Mazzolari)
Todos:
Pater noster, qui es in cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem;
sed libera nos a malo. Amen.
Vidit suum dulcem. Natum
moriendo desolatum,
dum emisit spiritum.

Decimotercera Estación.
Jesús es bajado de la cruz
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Lectura del Evangelio según san Marcos (15,42-43.46a)
Al anochecer, como era el día de la Preparación, víspera del sábado, vino José de Arimatea, miembro noble del Sanedrín, que también aguardaba el reino de Dios; se presentó decidido ante Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Este compró una sábana y, bajando a Jesús, lo envolvió en la sábana.
José de Arimatea recibe a Jesús antes de haber visto su gloria. Lo recibe como un derrotado. Como un malhechor. Como un excluido. Pide el cuerpo a Pilato para impedir que sea arrojado en una fosa común. José arriesga su reputación y, tal vez también, como Tobit, su propia vida (cf. Tb 1,15-20). La valentía de José, sin embargo, no es la audacia de los héroes en la batalla. La valentía de José es la fuerza de la fe. Una fe que se hace acogida, gratuidad y amor. En una palabra: caridad.
El silencio, la sencillez y la sobriedad con la que José se acerca al cuerpo de Jesús contrasta con la ostentación, la banalización y la fastuosidad de los funerales de los poderosos de este mundo. Su testimonio nos recuerda, en cambio, a todos aquellos cristianos que, también en nuestros días, siguen arriesgando su propia vida por un funeral.
¿Quién podía recibir el cuerpo sin vida de Jesús más que aquella que le había dado la vida? Podemos imaginar los sentimientos de María cuando lo recibe en sus brazos; ella, que creyó en las palabras del ángel y guardaba todo en su corazón.
María, mientras abraza a su hijo exánime, repite de nuevo su «fiat». Es el drama y la prueba de la fe. Ninguna creatura lo ha sufrido tanto como María, la madre que, al pie de la cruz, nos ha engendrado a la fe.
Repetía la oración del mundo:
«Padre, Abbá, si es posible…».

Sólo un ramito de olivo
oscilaba sobre su cabeza
al viento silencioso…

Ni siquiera una espina
le quitaste de la corona.

Traspasado también el pensamiento

no puede, no puede allá arriba,

no puede el pensamiento dejar de sangrar.

Y ni siquiera una mano 
le desclavaste del madero:

para que se limpiara de los ojos
la sangre 

y le fuera concedido
mirar allí al menos a la Madre
sola…

Hasta los poderosos 
y maestros de crueldad

y la gente, al verlo
se cubrían el rostro

y él fluctuaba en una nube:

dentro de la nube del divino abandono.

Y después, sólo después.

Tú y nosotros a devolverle la vida.
(Padre Turoldo)
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Todos:
Pater noster, qui es in cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem;
sed libera nos a malo. Amen.
Fac me tecum pie flere.
Crucifixo condolere.
Donec ego vixero.

Decimocuarta Estación.
Jesús es puesto en el sepulcro
 V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Lectura del Evangelio según san Mateo (27, 59-60)
José, tomando el cuerpo de Jesús, lo envolvió en una sábana limpia, lo puso en su sepulcro nuevo que se había excavado en la roca, rodó una piedra grande a la entrada del sepulcro y se marchó.
Mientras José sella la tumba de Jesús, él desciende a los infiernos y abre sus puertas de par en par.
Lo que la Iglesia occidental llama «descenso a los infiernos», la Iglesia oriental lo celebra ya como Anastasis, es decir, «Resurrección». Así es como las Iglesias hermanas comunican al hombre la plena Verdad de este único Misterio: «Esto dice el Señor Dios: Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os sacaré de ellos, pueblo mío. Pondré mi espíritu en vosotros y viviréis» (Ez 37,12.14).
Tu Iglesia, Señor, canta cada mañana: «Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte» (Lc 1,78-79).
El hombre, deslumbrado por unas luces que tienen el color de las tinieblas, empujado por las fuerzas del mal, hizo rodar una gran piedra y te ha encerrado en el sepulcro. Pero nosotros sabemos que tú, Dios humilde, en el silencio en el que nuestra libertad te ha depuesto, estás más activo que nunca, generando nueva gracia en el hombre que amas. Entra, pues, en nuestros sepulcros: enciende de nuevo la llama de tu amor en el corazón de todo hombre, en el seno de toda familia, en el camino de cada pueblo.
Oh Cristo Jesús,
todos caminamos hacia nuestra muerte
y nuestra tumba.
Permítenos detenernos en espíritu
junto a tu sepulcro.
Que el poder de la vida
que se ha manifestado en él
traspase nuestros corazones.
Que esta vida sea la luz 
de nuestra peregrinación terrena.
(San Juan Pablo II)
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Todos:
Pater noster, qui es in cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem;
sed libera nos a malo. Amen.

Quando corpus morietur,
fac, ut animæ donetur
Paradisi gloria. Amén.

OFICINA PARA LAS CELEBRACIONES LITÚRGICAS DEL SUMO PONTÍFICE